lunes, diciembre 11, 2006

Sensibilidad legal

En la ciudad de Coronda, un juez redujo de $ 57.000 a $ 8.000 la indemnización fijada para un joven muerto en un accidente. Pero lo ¡increíble! es la fundamentación de la decisión. Dice así: “sus sueños de progreso carecían de chances sociales pues la realidad los había convertido en utopía”. La opinión del juez parece impregnada de un sentido profundamente democrático, y a la vez, respaldada en que todos somos iguales ante la ley, por supuesto, si aceptamos que algunos son más iguales que otros.

El Riachuelo

Desde niño, El Riachuelo que separa el Barrio de Barracas de la Ciudad de Avellaneda, me pareció la porquería más maloliente y hermosa frente a la que se habían detenido mis sentidos.
Lo vi por primera vez cruzando en el tranvía 21 sobre el viejo Puente Pueyrredón, ocasión durante la que un irónico pasajero le lanzó un grito que debería haber sido premonitorio: ¡Qué perfumen las aguas!
Pero pasaron sesenta años y todo siguió igual: las aguas sin recibir su merecida loción, los barcos oxidados semihundidos, y lo que es peor, los vecinos sumergidos en el aire insalubre que allí las empresas que derivan sus desperdicios a las aguas sabían y saben fabricar como nadie.
Hubo promesas de saneamiento y fueron igual que tantas otras promesas destinadas a prometernos el Paraíso. Pero el Paraíso, o algo que pretendía parecérsele, quedaba mucho más al norte, allí donde la gente tenía el sentido del olfato mucho más refinado, porque los pobres, es sabido, carecen de nariz.

lunes, noviembre 27, 2006

Referido a los cazadores

Matar por es en sí mismo un acto cruel propio de un salvaje. Mucho peor todavía si la acción se encara dándole visos de pretendido deporte, como un recurso para jerarquizar la cuestión o para esconderla al juicio de los demás. Las dos cosas me producen una incontenible repugnancia. Y esta calificación alcanza por igual a los cazadores furtivos y a los cazadores a secas. En el fondo, las dos categorías -de alguna forma debo llamarlas- son exactamente lo mismo.
La vida en general -no sólo la de los animales- está ya bastante amenazada desde
diversos ángulos, y todo viene a demostrar que si no se toman las debidas previsiones
-las mismas que hasta ahora los principales países del planeta han evitado cuando no
obstaculizado- el desastre se apresurará dramáticamente alcanzando a todo el planeta.
Digo todo esto convencido de representar una nueva voz en el desierto.

jueves, octubre 26, 2006

El nuevo Muro

Recuerdo que durante muchos años, el Muro de Berlín, ya desaparecido, fue vilipendiado por casi todo Occidente, de manera muy especial -era de esperarse- por los Estados Unidos.
Esto no quiere decir que la instalación del Muro haya sido una gran idea.
Ahora, los mismos Estados Unidos bajo la sagaz presidencia de George Bush,
se proponen levantar un muro de 1.100 kms. en la frontera con Méjico, para contribuir
a desalentar la entrada ilegal de inmigrantes.
Esta noticia ha coincidido con una verdaderamente trágica, llegada desde España,
que también tiene que ver con muros. Debido a las tormentas que azotaron la península,
cayó un muro edificado por unos vecinos sobre el patio de una finca ocupada por una señora y su familia. La señora se encontraba desagotando el patio inundado, y la mala
fortuna -o los errores de construcción del muro- hicieron que se derrumbara y cayera
sobre la pobre mujer causándole la muerte.
Esperemos que con el muro de USA no ocurra lo mismo. Y recurriendo aunque
sea de mala gana a un poco al humor negro, -juro que no es una expresión de deseos- hagamos una predicción relacionada con un probable derrumbe, para determinar sobre quién caerá simbólicamente si el desastre se produjera.

sábado, octubre 21, 2006

“Volvió una noche”

“Volvió una noche”

Pero de él, la ciudad mucho sabe y conserva.
Su lágrima más rica,
Su daño que hirió de pronto
La escondida jactancia, el desapego silencioso
Con que las voces que callan juntas
Alrededor de sillas humeantes y amaneceres
Acostumbran a comunicarse afectos.
Y acaso por ser yo de esos
Me cohíbe repetir el nombre,
Atarme a la vil nostalgia temporal
De reclamarlo.

Alberto Girri


El Bocha -como le decían todos en el barrio- vivía con su madre en la vieja casona de la otra cuadra. El muchacho tenía sólo veinticinco años y estaba recorriendo las últimas materias de Arquitectura, una carrera universitaria iniciada tardíamente. La prematura muerte de su padre tres años atrás, había sido la causa de la postergación de sus proyectos como estudiante.
La señora Alcira bordeaba los sesenta, pero a pesar de su aspecto cuidado mostraba un posiblemente involuntario envejecimiento precoz. Aunque ella no lo decía, tenía aceptado que las tristezas y cierta clase de soledad, son más crueles que el veloz andar de los calendarios.
Madre e hijo tenían una relación cordial y afectuosa, pero como es natural, eso para ninguno de los dos era suficiente. En un sentido material, vivían sin lujos pero también sin apremios, porque Don Jorge les había dejado un pequeño capital y una pensión relativamente alta.
Aunque yo pienso que se pueden tener a cualquier edad eso que suele llamarse manías, a medida que transcurre el tiempo las personas mayores parecen adjudicarse el privilegio de coleccionarlas como si fueran piedras preciosas y extravagantes. Son esas modalidades a las que con cierta mezcla de ironía y consideración denominamos cosas de viejos.
Doña Alcira tenía las suyas, y entre ellas, se destacaba su insistente preocupación porque la puerta de las rejas que separaban el pequeño jardín de la acera, permaneciera permanentemente cerrada, al menos desde la hora del atardecer. Y como transcurría el invierno, antes de las seis de la tarde la oscuridad cubría las calles y las casas como una manta apresurada como si quisiera estimular un sueño prematuro. El tema era constante motivo de discusiones con su hijo, la únicas que solían tener, porque él sostenía que ese era el barrio más tranquilo y más seguro de la ciudad, tal vez del mundo. Y era verdad. A pesar de los frecuentes asaltos, secuestros y robos que se repetían con insistencia en otras zonas, allí no se recordaba más que alguna escaramuza ligera que los vecinos ya casi tenían diluida en el olvido.
Ese día, para evitar el repetido y fatigoso cambio de opiniones sobre el tema, el Bocha se apresuró, y apenas pasadas las cinco y media, cruzó el minúsculo jardín y llave en mano se preparó para cerrar lo que irónicamente solía calificar como la bendita puerta. Estaba haciéndolo cuando caminando con seguridad pero sin apremio, pasó frente a la casa un hombre. El Bocha tenía el mérito de la observación, y a pesar de lo fugaz del momento apenas iluminado por una luz que decrecía, reparó en dos cosas: el elegante sobretodo que vestía el transeúnte y que llevara sombrero -algo totalmente fuera de uso- pero además, un sombrero que le pareció corresponder a una moda definitivamente antigua. Pero eso no fue todo. Al pasar, el hombre giró la cabeza y lo miró para cantarle más que decirle un “buenas tardes” extendido, acentuado con una sonrisa que no parecía recién creada. Sencillamente, el Bocha pensó que la traía colocada en los labios desde que había salido a recorrer las calles, y hasta todavía, desde el día de su nacimiento.
El hombre continuó su camino hasta perderse en la oscuridad y en la tenue llovizna que comenzaba a cubrir la acera. El muchacho, cumplida su misión, retiró la llave y retornó a la casa dominado por un único pensamiento: ¿Adónde había visto aquel rostro que le resultaba tan familiar? Cuando atravesó la puerta la voz de su madre lo recibió con la pregunta inevitable.
-¿Ya cerraste Bocha?
-Si mamá, quedate tranquila que está todo bien.
-Gracias hijo.
Mientras Doña Alcira continuaba en la cocina preparando la cena, tarea que para ella todos los días parecía la víspera de una celebración, el Bocha subió las escaleras y se dirigió a su cuarto. Allí, le esperaban los libros que había dejado abiertos y se propuso continuar estudiando. Pero apenas había posado los ojos sobre el papel cuando el rostro del hombre que había visto poco antes, volvió a su mente cargado de intensidad. Entonces levantó la vista y se dijo en voz alta:
-Estoy seguro de que era él, pero... ¡no puede ser!
Su exclamación y la idea que la provocaba, le parecieron tan absurdas que trató de desvanecerlas, volviendo trabajosamente a los libros que tenía frente a sí. Acabó concentrándose en lo que leía y comenzó a tomar algunos apuntes. Haciéndolo transcurrieron los minutos, y el sueño comenzó a cercarlo provocando que su cabeza se inclinara lentamente sobre la mesa hasta caer vencida. Recién a las nueve de la noche su madre entró en la habitación para despertarlo. La cena estaba servida.
Comieron casi sin hablar hasta que el Bocha creyó oportuno hacer la pregunta que tenía preparada.
-Mamá, ¿cómo se llamaba esa clase de sombrero que los hombres usaban antes?
-No se exactamente a que te estás refiriendo. - Contestó Doña Alcira un tanto sorprendida por la rara curiosidad de su hijo.
-Recuerdo haber visto alguna vieja foto de papá llevando algo así.
-Claro. - Reaccionó la madre. - Era un sombrero ridículo que no me gustaba, pero tu padre sostenía que era propio de un caballero. Si, ya sé. Ese modelo de sombrero me parece que se llamaba orión o algo así. Creo que Chamberlain o Eden, que fueron primeros ministros ingleses, usaban uno igual. Pero mirá de qué acabo hablándote... si eso fue hace más de sesenta años. - Divagó. -¿Pero de dónde has sacado tu interés por la moda de otro tiempo?
-Es que hoy vi a un hombre con un sombrero así.
-Parece increíble. Ya ni creo que se fabriquen esas cosas. Debe tratarse de un extranjero o lo habrá comprado en otro país. ¿Querés un poco más de guiso?
-No, gracias. - Dijo el Bocha apresurado por volver a su tema. -Pués él lo llevaba, y te digo que le quedaba muy bien.
-¿Te gustaría comer alguna fruta?
-No mamá. Te ayudo un poco en la cocina y me acuesto. Estoy sobre los libros desde las seis de la mañana y me siento muy cansado.
-Olvidate de la cocina Bocha. Pero no hagas lo mismo con el examen que es pasado mañana.
Entre los dos levantaron la mesa. Después el muchacho besó la mejilla de su madre y puso a andar su proyecto de descanso.
-Hasta mañana mamá.
-Hasta mañana Bocha, que duermas bien.
Y el Bocha durmió bien, y también la noche siguiente, hasta que el nuevo día lo puso frente al desafío del examen.
Se despidió de su madre muy temprano y partió para la Facultad. Allí, los esfuerzos del estudio tuvieron su premio y regresó alrededor casi a las seis de la tarde con la alegría del triunfo, sin que le importara la persistente garúa empeñada en perpetuarse, ni la oscuridad que volvía a caer apresuradamente. Es que se sentía contento porque ahora tenía un un escollo menos y acababa de dar un paso más hacia título que ya estaba a la vuelta de la esquina.
La señora Alcira se sintió muy feliz, pero eso no le impidió preguntar a su hijo si había cerrado con llave la famosa puerta de las rejas. El Bocha se sentía demasiado despreocupado para que aquella infaltable insistencia le perturbara, y admitió que no lo había hecho. Entonces volvió sobre sus pasos y llave en mano se dispuso a cumplir con el doméstico reglamento. Mientras lo hacía, recordó al hombre del día anterior, y como si hubiera respondido a una invocación, la figura apareció sobre la misma vereda, con los mismos pasos, la misma sonrisa comunicativa, el mismo extraño sombrero y el mismo saludo, otra vez alargando el sonido de las letras, como si necesitara adaptarlas a alguna música nueva.
Sin preverla ni pensarla demasiado, el Bocha tuvo una reacción, y cuando la figura acababa de pasar dejó a su reacción en libertad.
-¡Señor!
El hombre se detuvo y giró para mirarlo de frente con la misma expresión natural y abierta que podía tener un viejo amigo. El Bocha insistió.
-Discúlpeme, no quiero parecer incorrecto ni curioso, pero usted no es del barrio, ¿verdad? sin embargo a mí me parece alguien muy conocido.
-Bueno, - respondió el hombre gesticulando con la mano derecha - esa es una verdad a medias, porque yo siento que todos los barrios son un poquito míos, aunque se trate de un arrabal amargo o aunque tenga el alma inquieta de un gorrión sentimental. En cuanto a que te resulte conocido pibe, disculpame que te llame así pero para mí sos un pibe, es más o menos lógico, pero claro, ese es un misterio de tu memoria en el que yo no intervengo. De todas maneras te lo agradezco. Es bueno que aunque no lo identifiquen del todo, los demás se acuerden de uno.
El Bocha tuvo otra reacción instintiva.
-¿No quiere pasar? A mi madre le gustaría mucho hablar con usted. Tal vez ella pueda recordar todas las cosas que a mí me resultan demasiado lejanas.
-¿Tu viejita? Me encantaría pero preferiría dejarlo para otro día, vengo retrasado y tengo que encontrarme con Tito y con tres viejas amigas: Peggy, Betty y Julie, así se llaman. Son tres rubias macanudas y con Tito y con ellas vamos a dedicarnos a evocar el pasado. Parece poca cosa, pero nos resulta una gran ayuda para seguir tirando. Y ahora abur, pero antes decime, ¿cómo te llamás?
-Me dicen Bocha.
-Suena porteño, me gusta. Y ahora sí, hasta la vista.
-Adiós señor.
-Chau Bocha.
El hombre comenzó a alejarse, entonando a media voz un viejo tango que el Bocha no reconoció.
-“Por una cabeza
de un noble potrillo...”
Mientras entraba en su casa al muchacho le pareció que la garúa se había enfriado y que parecía nieve, la misma nieve implacable que según le habían contado utiliza el tiempo para platear las sienes. Ya en el interior encontró sentada en un sillón a su madre, ocupada en su tejido.
-Sabés mamá, pasó de nuevo el hombre del sombrero raro y estuvimos charlando un poco.
-¿Y qué te dijo?
-Muchas cosas que no entendí. Algo de su amigo Tito y de tres chicas rubias de nombre extranjero.
-No sé por qué, pero me hubiera gustado conocerlo.
-Lo invité a pasar, pero estaba apurado. Igual me prometió volver una de estas noches.
La madre se concentró en su tejido y habló para sí misma en voz muy baja.
-”Volvió una noche”.
-No te escuché mamá. ¿Qué dijiste?
-Nada querido, nada.
-Bueno, te dejo con tu trabajo y me voy a ordenar un poco los libros porque dejé la habitación hecha un desastre.
-Andá tranquilo y descansá un poco. Lo tenés merecido.
El Bocha comenzó a subir la escalera tratando de recordar el tango que cantaba el visitante mientras se alejaba, pero como sucede tantas veces, no consiguió hacerlo. Para bien o para mal, los jóvenes no saben demasiado de viejos tangos. Entonces prefirió pensar que un día no demasiado lejano iba a ser arquitecto. Y eso, ya casi le sonaba como otra milonga.

viernes, octubre 06, 2006

Jubilados (Comentario exclusivo para Argentina)

El día 4 del cte. mes, la Cámara de Diputados aprobó una ley que obliga a la ANSES a pagar
en 120 días hábiles todas las sentencias judiciales pendientes que beneficien a los jubilados.
Pero lo más llamativo fue el resultado de la votación, ya que 92 diputados votaron a favor
y 51 en contra. Lo terrible de estas cifras es proyectarlas a porcentajes.


El 35.67% votó en contra.


Para tomar un solo caso, votó en contra, por ej., de un hombre de 81 años que tiene un juicio ganado hace 14 años. No creo que ante tal muestra de sensibilidad haga falta agregar el menor comentario.

(Aclaro que no estoy involucrado en esta situación y que sólo aporto la información por
haber tenido una escasa difusión).

sábado, septiembre 23, 2006

Sorprendentes declaraciones de José María Aznar (ex Presidente del Gobierno Español)

El señor Aznar ha declarado que los musulmanes jamás pidieron disculpas a España por
haberla dominado durante 8 siglos.
Como ciudadano común, sus palabras me merecen algunas reflexiones. Las detallo a continuación:


1) Esta suerte de revisionismo tardío sólo puede estar generado en una ideología que provoca
una visión bastante menor de las cosas, la ideología del señor Aznar, por supuesto. ¿Qué
tiene que ver lo que ocurre ahora en el mundo con circunstancias que se vivieron en un
pasado tan remoto?
En el fondo la cuestión encierra una defensa a las inoportunas palabras de El Papa.
Si en verdad es así, no creo que El Papa necesite la mediación de Aznar para
defenderse, ya que en estos casos cada uno debe tratar de salir de sus propios desaguisados.


2) En otro sentido, disculpas aparte, los musulmanes dejaron en España una herencia cultural
aún existente, que terminaron en muchos casos convirtiéndose en emblemas de la Nación
española.


3) Debería saber el señor Aznar, que tampoco España pidió disculpas a América Latina por
5 siglos de dominio brutal, y mucho menos, por haberse llevado de sus territorios
toneladas y toneladas de riquezas que jamás devolvió. En cuanto a las herencias culturales recibidas por los americanos fueron infinitamente menores que en el caso musulmán.


4) Entiendo que todo lo mencionado por el ex-presidente, ocurrió hace demasiado tiempo para
que una mente inteligente se detenga en ello. Dejemos las regresiones para los grandes amores
perdidos o para los afectos familiares que nos ha arrebatado la muerte, no para la "alta política".
En el fondo lo que hace el señor Aznar, es plantear una discusión que tiene mucho
de infantil. Me recuerda a esas peleas que a veces protagonizan los niños disputándose
un juguete que cada uno de los contendientes considera suyo sin que en realidad le
pertenezca a ninguno de ellos.


Conclusión

Todo esto hace evidente que la mayoría de los pretendidos "estadistas" de este mundo exhibe
un nivel de inteligencia más que discutible, y que la mayoría de sus opiniones y decisiones,
no siempre debidamente meditadas, son sólo el resultado de conveniencias de momento y no
la consecuencia de una mente habituada a meditar con serena profundidad lo que nos ha pasado, lo nos pasa y lo que puede llegar a pasarnos. La mejor prueba de todo esto se obtiene con sólo observar el estado en que se encuentra el mundo.

viernes, septiembre 22, 2006

Dulce gato de mi corazón (Pretexto para un ensayo trivial)

Si ahora que está en tus manos, has creído que este trabajo pretende limitarse a resaltar las cualidades de los para muchos discutidos felinos, creo que mi obligación es anticipar que no se trata de eso, lo que no quiere decir que buena parte de lo que aquí escribo, no tenga mucho que ver con ellos. Acaso esto se debe a que siempre he pensado que la lectura suele hacerse mucho más amena, cuando a partir de un tema determinado surgen derivaciones que nos conducen a otro y a otro, impulsando a la mente a esos saltos que la rejuvenecen, para luego regresar mansamente, al descanso del cauce original. Por otra parte, las conductas humanas (no siempre elogiables, ni siquiera para quienes quisieran creer que vivimos inmersos en la maravilla) recorren tan sinuosos laberintos, y no necesariamente de a uno por vez, que esto de pasar de un tema a otro, más que un recurso de la mente termina obedeciendo a una lógica inevitable. Pienso que debe ser así y para ello me apoyo en la música. ¿A quién se le ocurriría componer una sinfonía disponiendo de una sola nota? Seguramente a ningún músico por muy avezado que fuera. Anticipándose a las conclusiones, determinaría de antemano que el resultado no podría ser otra cosa que catastrófico.


Se me dirá que entre la música y la literatura hay un ancho mundo de distancia, o más aun, que esa distancia es absolutamente planetaria. Pero no estaré de acuerdo. Considero que las artes son tan dinámicas que permanentemente se funden unas con otras, asistiéndose, combinándose, apoyándose entre sí, como acostumbran a hacerlo los miembros de una buena familia.
No negaré que el asunto tiene sus riesgos, como por ejemplo, -lo he escuchado muchas veces- “que Fulano comienza hablando del campo, o de las estrellas, o de los mares, y luego sus derivaciones y bifurcaciones son tan infinitas, que se acaba sin saber qué es lo que ha querido decir”. Prometo tratar de evitar que ocurra algo de eso, como también prometo ser ameno, a al menos, tratar furiosamente de serlo, que es esta la consideración principal y primera que quién piensa, y además escribe, que debe tener hacia aquellos que se han tomado el trabajo de leerlo. Y ahora, vamos al asunto.
Es creencia divulgada, la que sostiene que el amor a los gatos es expresado casi exclusivamente por mujeres ancianas, viudas y solitarias, cada una en esas condiciones de vida por separado, o bien, todas juntas. Con el apresuramiento que suele tentar a emitir juicios terminantes sobre casi cualquier cosa, también se considera a esas buenas señoras un tanto extravagantes, gracioso término para soslayar la palabra de-mente, que evita recurrir a la de loca -no deja de ser más o menos lo mismo- considerada un poco más dura, y hasta inapropiada para ser utilizada por aquel que se rige de acuerdo a ciertas reglas de cortesía y urbanismo ya casi en desuso.


Cuando en los atardeceres se acercan a los terrenos baldíos o a las puertas carcomidas de viejas casas abandonadas, para dejar allí el alimento a los gatos que se congregan en el lugar, son invariablemente observadas con desconfianza, o con una comprensión que se parece mucho a la lástima. Su actitud en esos momentos, especialmente cuando llaman a los animales con nombres extraños producto de su propia creación, sólo sirve para confirmar lo que se piensa de ellas. Entonces, su esfuerzo humanitario, gravoso y constante, llega a merecer la burla, la desconsideración, y en ocasiones, hasta la afrenta. Pero con todo el respeto que esas caritativas damas me despiertan, no creo que sean las depositarias exclusivas del afecto o la simpatía hacia los gatos. Afortunadamente, muchos los quieren y se ocupan de ellos. Yo mismo, he pasado casi toda mi vida alimentando y cuidando dentro y fuera de mi casa a gatos de todo tipo y color. Los he visto inválidos, contrahechos, débiles y ciegos; también vigorosos, saludables y espléndidos.
La primera experiencia me ha servido para acercarme al dolor y a la insatisfacción, algo más que recomendable si no se agota allí, y en cambio, se proyecta al sufrimiento creciente de todo el género humano.
(Conviene aceptar que los aspectos desagradables de la vida deben asumirse de primera mano. No es una metáfora exagerada afirmar que recién cuando se toca la sangre, se comprende a través de su densidad el significado de muchas cosas.)


La segunda vino a demostrarme cuan pródiga puede llegar a ser la naturaleza, cuando se evidencia en plenitud con toda la fuerza de su generosidad. (Esto no quiere decir que acepte que la naturaleza sea infalible y mucho menos perfecta.)
Conocí al primer gato cuando tenía apenas dos años, y ya grande, con mi mujer, comenzamos a reunirlos con el mismo entusiasmo que si fueran mariposas vitales imprescindibles para el ejercicio de nuestros sentimientos. Aquí comenzará a sospecharse que mis opiniones carecen de imparcialidad, ¿pero qué opinión está regida por ella? ¿Qué hombre, por grande que sea, puede rehuir aquellas cosas que lo han formado, puede escapar de las vivencias que han impregnado su infancia -sobre todo su infancia- su adolescencia y hasta buena parte de su madurez? No pretenderé no ser uno de ellos, porque es malo contar mentiras y mucho más escribirlas, y lo que es todavía peor, cuando los demás ¡y tienen todo el derecho! no están dispuestos a creerlas porque son demasiado inteligentes para hacerlo. De modo que, no seré ni tan petulante ni tan tonto.


Pero volvamos al territorio de los maullidos, para empezar diciendo que es bastante común que se desconfíe de los gatos. Para justificar esa desconfianza se dice que son traidores, interesados y egoístas, habituados a atacar sin previo aviso, y para algunos, hasta poseídos por el demonio. (Esto último vuelve a demostrar que la ignorancia y la mala fe son moneda corriente. En otras palabras, son las mismas motivaciones que conducen al prejuicio.) Esa ignorancia suele ser resultado de la falta de curiosidad, aunque tal carencia, debo admitirlo, no convierte a nadie en un malvado. Tendré esa consideración. Pero no tanta, para afirmar que la curiosidad por el conocimiento -cualquier clase de conocimiento- no es un don demasiado popularizado, y estoy hablando del modesto conocimiento que podemos llegar a poseer sobre la mínima porción de universo que nos rodea.
No deja de ser llamativo que los principales defectos atribuidos a los gatos, se correspondan con rasgos desgraciadamente muy frecuentes en la naturaleza humana. ¿Se tratará de ese fenómeno que los psicólogos definen como proyección? (Me permitiré dejar la respuesta a cargo de la sutileza del lector.)
En mis frecuentes observaciones, nunca comprobé que estos animalitos fueran traidores, interesados o egoístas, y mucho menos, que el demonio tuviera algo que ver con ellos. Pero vamos por partes para entrar en las comprobaciones más reales. Si el gato está de mal humor, lo manifiesta moviendo nerviosamente la cola; si de dispone a atacar, echa ambas orejas hacia atrás, gruñe y hasta adopta una abierta posición de combate. En cuanto a que es interesado, cuando maúlla reclamando su alimento, ¿no es acaso lógico que exprese su urgencia para satisfacer una necesidad que le es vital cuando hasta un ser humano recién nacido lo hace? Admito que es desconfiado -especialmente los no específicamente “domésticos” o mas bien conocidos como “vagabundos”- aunque sabiendo cual es la actitud de muchas personas hacia ellos, considero que hacen muy bien al manejarse con cierta reserva y guardando distancia.


Si por haber conseguido erguirnos en dos piernas, hemos adquirido la condición de reyes de la creación, -cosa que en realidad dudo profundamente porque ese reinado contiene una buena dosis de usurpación- nuestra primera obligación como “seres superiores”, debería consistir en comprender y proteger a las especies que supuestamente están por debajo de nosotros. Y previamente, sería conveniente practicar un ejercicio de humildad, admitiendo que de todas las criaturas vivientes sobre el planeta, ninguna ha sido y es tan criminal, destructiva y depredadora como el Hombre, opinión esta que por lo repetida y casi diría aceptada, se presenta sólo como referencia, ya que no constituye ninguna novedad. (Véase cómo hemos dañado a nuestros semejantes, a otras especies y hasta al mismo clima, siendo especialmente esto último una suerte de auto-suicidio. Por lo tanto, si es cierto que estamos hechos a imagen y semejanza del Creador -vieja afirmación que cuando menos me parece petulante- me duele reconocer que lo hemos dejado en una posición bastante desairada.
Ello no se atenúa presentando como modelos humanos o prototipos de nuestra perfección -o modelos a secas, si se prefiere- como Leonardo, Pasteur, Shakespeare, Miguel Angel, Cervantes, Verdi, Galileo, Lister, Salk, Beethoven, o a cualquier otro benefactor-creador, porque por cada uno de ellos ha habido no sólo un Hitler, Gengis Khan, Stalin o Franco que no actuaron solos, si no con el apoyo expreso o tácito de millones de seguidores tan fanáticos, crueles, ignorantes y cobardes como ellos mismos.


Si se busca la ecuanimidad en el juicio, se debe ante sí mismo bucear hasta saber cuál es la verdadera naturaleza de las cosas, y al mismo tiempo, el origen de aquello que las moviliza en nuestro interior, manejándonos al hacerlo con honestidad y sin ocultamientos. Similar actitud corresponde aplicar cuando queremos internarnos en temas y cosas que desconocemos, aunque más no sea, para evitar que quienes realmente son sabios, nos consideren ignorantes, necios y arrogantes. A este respecto recuerdo una frase que expresa: “Ya bastante malo es ser burro, - con el debido perdón de los burros - para además ser un burro pomposo”. A buen entendedor...
Por supuesto existe, casi ni hace falta que lo diga, el divino derecho de disentir, como también el respeto a las creencias y convicciones de cada uno, pero siempre y cuando, esto hay que advertirlo, sean el resultado de la reflexión y el análisis, y no una serie de ideas que se reciben en sobre cerrado como si se tratara de una herencia, sin que jamás nos hayamos tomado el trabajo de analizar su contenido, y en él, su mérito, su veracidad y hasta su margen de error.


No hace falta exhibir la soberbia de Sócrates cuando afirma “sólo sé que no sé nada” (imaginen, si yo Sócrates -sugiere él- admito no saber nada, ¿qué queda para vosotros, pobres diablos?) para emularlo, conformándose con sacarle el cuerpo a la verdad. Y no me refiero a las “verdades reveladas”, de las que desafortunadamente parecen quedar muy pocas. Hablo de la hondura misma donde descansa -aunque a veces parezca dormitar- la auténtica sabiduría, allí donde con ponderación y buen criterio, se originan las opiniones más certeras y desapasionadas.
Si los que aparentan saber más, futurólogos y opinadores de ocasión -insisto en la palabra “aparentan”- aplicaran este principio, nos hubiéramos evitado tener que soportar sus afirmaciones carentes de sentido, esas a las que sólo puedo calificar como parrafadas, recurriendo a todo el rigor de la lengua española, no tanto por lo que dictamina el diccionario sino por el significado que popularmente se le da, cuando tratan de endilgarnos sus patrañas para convencernos de que nos encontramos ante “el fin del la historia”, “la muerte de las ideologías” o de que determinada circunstancia social, económica o política “nunca volverá a repetirse”.
Si bien estoy utilizando estas cuestiones como ejemplo de lo que vengo comentando, me parece tan obvio el error de las formulaciones puntualizadas, por más que quienes las emiten dispongan de estrados filosóficos o universitarios, que no alcanzo a comprender qué es exactamente lo que se proponen, si es que dejo de lado, claro está, el afán de notoriedad, o desde una perspectiva más ramplona, la simple vanidad por trascender para ganar dinero. Analicemos brevemente la cuestión, para que el asunto no quede simplemente en una disidencia producto de la oportunidad. No hace falta ser un erudito para saber que la Historia, si por algo se caracteriza, es por su casi mágica capacidad de repetirse cíclicamente, cosa que viene ocurriendo desde que se tiene memoria de los tiempos. Errores políticos, económicos, sociales y militares, para citar sólo algunos aspectos, se reiteran con pasmosa similitud a lo largo de los siglos. Entiendo que aportar ejemplos específicos, sería insultar los conocimientos y la capacidad intelectual del lector, ya que abundan de tal manera que resultaría aburrido repetirlos.

En cuanto al “fin de las ideologías”-algo parecido al ya mencionado fin de la Historia- creo que tan aventurada afirmación confunde las infinitas mutaciones que precisamente se producen en esas ideologías, posiblemente originadas en la tozudez del hombre, aplicada a encontrar nuevos rumbos y nuevas formas que le den reales o ilusorias soluciones a su infortunio.
Admitamos que es cuando menos una temeridad, analizar y encontrar explicaciones a los hechos de la humanidad, cuando se los contempla a escasa distancia. No basta que hayan transcurrido un año o dos, para evaluar un hecho histórico acaso se requiera cuando menos más de medio siglo. Observo algo parecido con las cosas “que nunca se van a repetir”. Se puede dudar de la veracidad de los refranes que muchas veces terminan contradiciéndose entre sí, pero es sabido que “el hombre es el único animal que suele tropezar dos veces con la misma piedra”. Sobre esto también abundan los ejemplos, y no voy a recurrir a ellos por las razones que ya he citado.
Termino recapacitando en la posibilidad de haber caído en el error, precipitado precisamente por mi afán de no equivocarme.


No dejo de advertir que mientras escribo, el gato que me acompaña se ha quedado dormido en el sillón que ocupa frente a mí. Menos mal. No quisiera que con la capacidad mágica que se le asigna, haya estado leyendo mis pensamientos, hasta sospechar que lo he utilizado junto con sus congéneres como pretexto para endilgar mis ideas desordenadas a un futuro lector.
“Mientras descansas quedemos en paz amigo gris y blanco, “nupcial / sultán del cielo / de las tejas eróticas”, como decía el viejo y querido Pablo Neruda”.

jueves, septiembre 14, 2006

Zona Cero, ex Torres Gemelas

Me ha parecido casi una brutalidad, descubrir a través de un noticiero televisivo que en el sitio adonde se produjo el criminal atentado en Nueva York, permanece casi tal como quedó.

¿Cuál puede haber sido el propósito de mantener en vivo este monumento de la tragedia?
Se me ocurre que ha sido un recurso del gobierno para que permanezca latente el temor, magnífico impulsor de guerras en el exterior y de reducción de libertades en el interior.

Por supuesto puedo equivocarme, pero desgraciadamente, el actual gobierno norteamericano no se caracteriza por su sinceridad, sino por aprovecharse de todas las argucias que tiene a mano para perjudicar a propio y extraños, seguramente, en beneficio de importantes intereses de los que sólo se benefician unos pocos. Afortunadamente, las encuestas realizadas comienzan a demostrar que el número de ingenuos se reduce rápidamente.

sábado, septiembre 02, 2006

Los nuevos Dioses (Y derivaciones sobre el establecimiento de un mundo futuro)

Desde el Becerro de Oro hasta aquí, tal vez desde antes, nos ha animado la necesidad incontenible de recurrir a la adoración de nuevos y cambiantes dioses. Porque naturalmente no podía ser de otra manera, surgieron -crueles, bondadosos, vengativos, en fin, de todo tipo- desde los inesperados movimientos que se mueven en los inescrutables subterráneos de la historia, sin exhibir el mismo mérito -y esto tiene mucho que ver con el atractivo- para todos los seres humanos, pero en cualquier caso, alcanzando con su bien documentada seducción a millones y millones de personas.
Pero hubo otras “divinidades” que en determinadas circunstancias ocuparon y ocupan roles propios de un dios. De la agobiante y larga nómina que fueron componiendo, tomaré sólo algunos ejemplos aislados, como las vacunas (1), el psicoanálisis (2) y el comunismo (3), que según lo asumimos, venían, cada uno de ellos, a preservarnos, o a su manera, a salvarnos de la muerte, de la neurosis -cuando no de la locura- o de la injusticia. En este último caso, para terminar por siempre con “la explotación del hombre por el hombre”.
Más recientemente ocupó el altar de todas las adoraciones, y esto ya es mundialmente mayoritario, la televisión. Mientras se acomodaba en su sitial, también después -todavía continúa haciéndolo-, creó y destruyó mitos, mientras que detrás del pretexto de la cultura y la comunicación terminó urdiendo como quién maneja un hilo venenoso una forma de realidad que se convirtió en mucho más que la realidad misma. Me refiero a la realidad “irreal” en que la mayoría quisiera vivir, creyendo que con ese recurso olvida y posterga las palpables urgencias de su propia vida, sean ellas producto de la emotividad o de la necesidad material.
Aun permanece muy segura en el altar que probablemente nunca abandonará, mientras sus acólitos -nosotros- continuemos dominados por la férrea estructura de nuestra mediocridad y de nuestra ignorancia, cosa que a estas alturas me parece tan des-consoladora como inevitable. Pero esto no era aun lo peor. Para contrariar a aquellos que siempre creen que está todo dicho, este maravilloso Olimpo de nuestras devociones estaba dispuesto a dejar lugar lugar a otra divinidad: la computación. Pariente lejana o no tan lejana de la televisión, en muy poco tiempo -para el reloj de la eternidad, diría que en segundos- se convirtió en el centro de nuestra existencia. Desde sus inescrutables chips acabó por determinar lo que puede o no puede hacerse, y además, cuándo y cómo debe ser ejecutado, por supuesto siempre se cuente con la autorización precitada, cosa que frecuentemente no ocurre. En otras palabras, prácticamente no hay actividad humana que sea concebible sin su participación.
Hasta los educadores le abrieron las puertas de su aprobación, entronizando a las computadoras con sacro respeto en las aulas, y también aplicando en el caso una devoción que no dedicarían a Copérnico, Da Vinci, Newton o Kant -para dar sólo unos pocos nombres- suponiendo que los mencionados tuvieran la posibilidad de visitarlos en sus colegios.
Sin embargo, han surgido opiniones bastante contradictorias. “Antes pensaba que la tecnología podía ayudar a la educación, y por eso entregué a las escuelas más equipos de computación que cualquiera en el planeta. Sin embargo, llegué a la inevitable conclusión de que el problema no se soluciona con tecnología. El problema es político. El problema es socio político”.
Las palabras en negrita y colocadas dentro del encomillado pertenecen a Steve Jobs (4), y por la jerarquía y los antecedentes de quién las pronuncia deberían ser tenidas muy en cuenta.
Muchos, muchísimos de nosotros -acaso debería decir “los más ilusos”- también estuvimos esperanzados en que la tecnología contribuiría decididamente al advenimiento de un mundo mejor. Creo con dolor que nos hemos equivocado. Como dice Jobs, el problema global es sin duda socio político, lo que lo convierte todavía en algo mucho más complicado. Lo afirmo porque es llamativo que los políticos aun no se hayan dado cuenta de su existencia -aquí y en el resto del mundo- y en lugar de luchar por un puesto protagónico en la batalla para cambiar las cosas, insistan en ocuparse de sus estúpidas rencillas, para asegurarse un poder que no es más que una ilusión, porque no han descubierto -o fingen no haber descubierto- que las gran-des empresas multinacionales determinaron que en realidad, son exclusivamente ellas las dueñas de la vida y la hacienda de la humanidad. Y que a lo sumo, podían necesitar ge-rentes, pero nunca asociados. En defensa de esa posición, fueron capaces de provocar guerras y hambrunas aquí y allá, mientras asolaban la ecología hasta el extremo de exterminar definitivamente diferentes especies de la vida animal y vegetal, y al mismo tiempo, dejaban en severo peligro a todo al resto de vida animal y vegetal, nosotros incluidos.
En tanto, en las escuelas y universidades se han seguido declamando bellas máximas en favor de la democracia, la libertad y la justicia -muchas veces ni siquiera eso-, mientras en las iglesias se cantan las reiteradas alabanzas a la gloria del Señor, un Señor que por su sordera sólo es concebible si se toma al pie de la letra la doctrina de la Iglesia referida a que el Universo es apenas un lugar de transición, y en la televisión -es imposible no volver a ella- se insiste en difundir un producto que no es exclusivamente resultado de la incapacidad e ignorancia de productores, libretistas y actores -ni hablemos de los noticieros muchas veces urdidos como si fueran una película- sino más que nada, de nuestra propia estupidez al prestarles atención, una estupidez que sin duda ayudan a consolidar.
Por encima de todo este tinglado se ha montado una suerte de supra escenario magníficamente iluminado, donde se desarrollan acciones de las que supuestamente estamos participando. Allí vemos y escuchamos con devoción o sin ella, las promesas generalmente producto de avances de la tecnología, o de los desbordes de una bien manejada imaginación, relacionadas con todas las maravillas de los tiempos que nos esperan. Esto se parece mucho a la vieja historia del pobre burro que a pesar de tener la zanahoria muy cerca, continúa sometido a la absurda esperanza de alcanzarla, en tanto continúa dando vueltas hasta morir encadenado a la noria
Si tomamos la afirmación de Adam Smith referida a que “no puede haber una sociedad floreciente cuando la mayor parte de sus miembros son pobres y desdichados”, comenzaremos por comprobar que de toda su obra, no es precisamente esta la teoría que los economistas hayan tenido en cuenta aunque más no fuera como una referencia lateral, prefiriendo, como realmente ocurrió, servirse de aquellas que mejor convenían a los intereses del sector al que pertenecían o al que representaban. Sería torpe intentar una generalización desde la definición precedente, pero es una referencia que no puede omitirse ni desperdiciarse.
Por último, queda a los optimistas -esos seres envidiables- abrigar alguna esperanza con respecto a lo que habrá de depararnos el futuro. Lamentablemente no tengo razones para acompañarlos en su fe. Y no las tengo, por la influencia de esa temible actitud llamada razonamiento. Veamos qué surge de el.
A partir del Renacimiento -si como punto de partida tomamos arbitrariamente ese momento de la historia- hubo atisbos esporádicos que parecían anunciar una evolución favorable en el decurso de la humanidad. Las artes y las ciencias y hasta los giros de la política, parecían impulsar al mundo hacia adelante. Entonces, lo porvenir insinuaba una promesa dorada, un tiempo casi inmediato que valdría la pena vivir. El mundo se convertiría en un paraíso y sus bondades estarían al alcance de todos. Pero con ese estado de cosas se entremezclaron las más despiadadas formas de la violencia, detrás de las cuales generalmente se escondía una salvaje ambición de poder y dinero. O de dinero y poder, que es lo mismo.
Con el correr de los siglos -primera y segunda guerra mundial de por medio- las cosas no solamente no han mejorado sino todo lo contrario. Corea y Vietnam por un lado, las terribles luchas intestinas, terrorismo guerrillero y de estado, junto a salvajes represiones y al advenimiento de gobernantes ineptos y corrompidos en América Latina, y la relativamente reciente caí-da del Muro de Berlín, con su secuela de trágicos sucesos que permanecen sometidos a una cruel ley de nunca acabar, como los ocurridos en la antigua Yugoslavia y Chechenia. Había llegado “el fin de la Historia”, afirmación que ganó ignorantes adeptos entre todos aquellos siempre dispuestos a reverenciar lo nuevo aunque no se trate más que de una extravagante torpeza. En ese mismo momento, se acentuó el desolador cuadro trágico ya descrito que muestra a un cuarto de la humanidad padeciendo de hambre, sumergido en la ignorancia y sufriendo enfermedades a las que no tiene cómo enfrentar, mientras arrastra las condiciones de su vida por el fango de lo decididamente infrahumano.
No están demasiado mejor las cosas en el primer mundo y en lo que podríamos llamar “países intermedios”. En unos y otros se observa una desocupación feroz a la que ya parece imposible encontrar remedio, pero con señales tan depravadas como la que hace poco tiempo indicó la Bolsa de Nueva York, donde las acciones perdieron valor cuando el índice de desempleo decreció de una manera ínfima.
Esta absoluta falta de solidaridad -o dicho de manera más específica, esta pretensión de vivir mejor a costa de las necesidades, y lo que es aun más terrible, hasta de las indigencias ajenas- presentada con el más vergonzoso desparpajo, unida al detalle somero que acabo de realizar poco antes, es otro de los ángulos que tomo como referencia para confirmar el peor de los pronósticos.
Mal que nos pese, acaso tengamos que coincidir con Nietzsche, cuando afirma que “la tierra tiene una piel, y esa piel tiene enfermedades. Una de esas enfermedades se llama hombre”.
Lamentablemente ya no quedan Quijotes en este mundo, pero aun si apareciera alguno, tendría que conformarse con la misión que le confió Unamuno, es decir, “Clamar, clamar en el desierto”. En ese desierto, pienso yo, en el que permanecería aislado cuando no encerrado por el resto de sus congéneres, comprometidos en concretar como si se tratara de una alegre misión la destrucción que nos espera.
Pero para que todo lo dicho no sea interpretado como definitivamente poco constructivo, diré que mi deseo hubiera sido muy otro, simplemente, me ha impedido mejor fortuna el haber-me guiado por los indelebles signos de la historia, pasados y presentes. Ellos son los causantes de todo este aquelarre, y no yo, el simple “mensajero” que observa con dolor, el no demasiado lejano precipicio que nos espera tarde o temprano y al que seguramente por imperio de la biología, no tendré la desgracia de contemplar. Esta última afirmación puede sonar excesivamente dramática, no por eso, desgraciadamente, deja de ser sincera.


(1), (2), (3) Ninguno de los tres ejemplos encierra un juicio negativo en sí mismo, ya que se pretende simplemente observar cuales han sido nuestras reacciones ante ellos.

(4) Steve Jobs es el creador de la computadora Macintosh de Apple. También ha fundado los estudios de animación Pixar, donde se realizó Toy Story, primer largometraje de la historia animado por computadora.

lunes, agosto 28, 2006

El país más grande del mundo muestra sus ruinas

He contemplado azorado por televisión el estado en que se encuentra la ciudad de Nueva Orleáns. Siento como algo verdaderamente vergonzoso que después de un año del terrible huracán que la azotara, el Gobierno Federal no haya hecho absolutamente nada en beneficio de una pronta reconstrucción. Esa es la gente que tiene el descaro de señalarle al mundo
como debe vivir y que rumbo debe tomar. Naturalmente, todo en nombre de una democracia
que no existe en la realidad.

miércoles, agosto 23, 2006

Pequeño gran tema

El tema que me dispongo a tratar tiene muy poco de profundo y todavía mucho menos
de literario, pero hace varios días que está dando vueltas a mi alrededor y me gustaría compartirlo, de ser posible, hasta recoger opiniones.

En los últimos tiempos, tal vez debería decir en los últimos años, la industria láctea ha desarrollado un verdadero bombardeo proclamando los beneficios de muchos de sus
productos. Yogures, postres, etc. etc. parecen tener un contenido mágico que es indispensable para crecer, para mantenerse joven o para volver a serlo.
Muchísimas personas llegaron a la madurez y todavía más allá sanos y salvos, sin otro
recurso que una alimentación normal que no hacía necesario recurrir a estos modernos
elixires, sin los cuales -al menos así lo informa la publicidad- estaremos condenados nosotros, nuestros hijos y nuestros nietos a sufrir todo tipo de agresiones sobre nuestra salud.

Yo me he dedicado a la publicidad durante cuarenta años, y siempre supe que infundir te-
mores podía traer buenos resultados. Pero también se me enseñó, y tuve la suerte de contar
con excelentes maestros, que sembrar miedo y dudas no es un recurso leal para convencer
a nadie sobre los méritos de los productos que le ofrecemos.

Termino lanzando mis bendiciones al café con leche, pan, manteca y a veces hasta un poco
de mermelada. Mi madre, y seguramente todas las madres de otros tiempos, comprenden
perfectamente lo que he querido decir.

lunes, agosto 21, 2006

Bartxola

Yo no sé si continúa siendo cierto aquello de “pinta tu aldea y pintarás el mundo”, porque el tiempo nos ha venido cargando de escepticismo. Además, embriagados por la violencia de la realidad, parecería que se necesitara aun más violencia, para que las obras de ficción nos conmuevan. Por eso me pregunto si una historia tan lineal y sencilla como esta, puede resultar de interés para alguien. Para comprobarlo, vale la pena correr el riesgo.


Me tranquiliza pensar que en casi todas las familias, hay anécdotas y relatos de abuelos o de tías o de aldeas, o de amigos de abuelos o de tíos o de vecinos de aldeas cercanas. Esta es una de las nuestras. Es verdad que los años magnifican o empequeñecen los recuerdos -depende de cada uno- por lo que es posible, y a veces hasta lógico, desconfiar de la veracidad de lo que nos cuentan, si se trata de algo acaecido en el pasado lejano. No porque en el narrador exista el propósito de engañarnos, sino porque también para él -como dije antes- el tiempo puede magnificar los recuerdos, y convertir en mito un hecho improbable. Algo así me ocurrió con la historia de Bartxola, pero con el correr de los años, terminé recibiendo la lección que mi incredulidad merecía. No voy a incorporar a este cuento ningún artificio nacido de la fantasía, de modo que para bien o para mal, esto fue lo que le pasó a Bartxola, o si lo prefiere amigo lector, Barchola, ya que lo venía escribiendo en euskera. Creo que allá por 1939 mi padre me refirió por primera vez el acontecimiento, un acontecimiento que me repetiría con la misma puntillosa precisión hasta poco antes de morir.


El buen Barchola vivía en Deva (1), un colorido pueblecito marítimo distante poco más de treinta kilómetros de la ciudad de San Sebastián. Nuestro hombre era peluquero de profesión y músico por afición, ya que tocaba el bombardillo en la Banda Municipal del pueblo. A la vez, tenía una peculiaridad: su tremenda glotonería. Por lo tanto, los días de celebraciones populares, eran esperados por nuestro héroe con una ansiedad más que explicable. (Como se ve, los vascos no sólo no escapan al principio universal de “celebrar comiendo”, sino que lo llevan a sus extremos más excelsos.) En cierta ocasión, se festejaba el día del santo patrono del pueblo, y como correspondía en esos casos, los vecinos enviaban vituallas para el gran banquete. Aunque las familias más acomodadas cargaban con el gasto mayor, cada uno a su manera trataba de aportar algo. Así llegaban a las grandes mesas colocadas en la plaza seca, jamones, morcillas y chorizos producidos en los caseríos vecinos; y pulpos y sardinas, junto a otras delicias del mar Cantábrico. Como era de esperarse, sin demasiada prudencia Barchola acometió contra el alimento, recordando rociarlo con más que generosos tragos de vino y de sidra. Ya pasado largamente el mediodía, la fiesta se prolongaba, mientras nuestro músico-peluquero lindando los bordes del hartazgo, comenzaba a desfallecer. Entonces sucedió algo de lo que el pobre no estaba advertido: anunciaron que se iba a servir el cocido, su plato favorito. De inmediato comenzaron a llegar los enormes y humeantes pucheros cargados de aquella maravilla inesperada. Y conociendo la predilección de Barchola por lo que consideraba un verdadero manjar, amigos y vecinos lo incitaron, alentándolo para que acercara su plato. Pero el devatarra había comido tanto, que ya no tenía capacidad para seguir haciéndolo.
Entonces, ante situación tan frustrante, sólo tuvo fuerzas para una cosa: ponerse a llorar. Y lloró y lloró hasta que entrada la noche, terminó la fiesta. Esta es la historia ingenua, contada casi con las mismas palabras con que yo la conocí. Ya siendo hombre, comencé a preguntarme si realmente todo eso había ocurrido, si mi padre trató de gastarme una broma inocente, y por último, si Barchola, había existido. En esta duda final estaba la clave de todo.
Lo relatado, supuestamente ocurrió recién comenzado el siglo, es decir, más de treinta años antes de mi nacimiento. En 1986, visité por primera vez el País Vasco donde inevitablemente mi sangre me llevó a Deva, paseo que acometía como si se tratara del ritual requerido para visitar un lugar sagrado. Acompañado por mi mujer recorrí el pueblo minuciosamente, deteniéndome en cada negocio, en cada ventana, en cada piedra; visitamos el ayuntamiento y la hermosa iglesia. Luego, culminamos el paseo almorzando en el amplio comedor del Hotel Miramar desde cuyos ventanales se dispone de una soberbia vista de la playa y el mar. Las delicias que nos sirvieron, especialmente el jamón y la merluza frita, me trajeron el recuerdo de Barchola y evoqué con mi mujer la anécdota que ella por supuesto conocía. Finalizada la comida, profundicé la conversación con la dueña del hotel. Era una mujer de aproximadamente cincuenta años, tenía un porte sereno y hablaba agradablemente. Me pareció que no encontraría a nadie más indicado para comprobar la historia y se la referí a la buena señora. Ella me escuchó atentamente y cuando finalicé, me comentó:
-No puedo dar fe sobre lo que Ud. me ha contado, pero sí decirle que en el pueblo tenemos un Barchola, que es peluquero y músico de la banda, donde toca el bombardillo, por lo que veo, igual que su abuelo.
La revelación me produjo una emoción tan grande que estuve a punto de ponerme a llorar y hasta hubiera abrazado a aquella señora, seguro de que iba a comprenderme. Ahora me arrepiento de no haberlo hecho. Puede pensarse que la mía fue una reacción exagerada, pero qué es la vida si no la suma de estas pequeñas piedrecitas que se van encontrando, a veces, por casualidad. En aquel momento, sentí que las aguas del tiempo se habían unido, y que yo, había movilizado las corrientes para que eso sucediera.


(1) Pueblo ubicado en la Provincia de Guipúzcoa aproximadamente a 37 kms. de San Sebastián. De él se dan mayores referencias en mi cuento Un viaje a Deva.

sábado, agosto 19, 2006

El cartonero

Por dentro era una rosa
Y por fuera un caballo fino y puro.
Iba a correr carreras con el viento,
A crecer en el triunfo,
A tener en el belfo una centella,
A erguirse dulce, oscuro,
Deslumbrante, dorado,
En la peana de la victoria,
Con una estrella entre las dos orejas
Y en las crines el soplo de la gloria.
Y amaneció una mañana muerto,
Rígidos los cuatro remos,
Rígido el cuello, terciopelo yerto,
De niebla los dos ojos e intacto su centeno.
Llegó la luz y no le vio siquiera.
Cantando pasó el viento
Con olor de la avena en primavera.
El hombre lo miró y no dijo nada.
Era un caballo muerto
Pero yo me incliné y en su cabeza,
Su cabeza perdida,
Puse un beso.

Juana de Ibarbourou


Dejó de llover a las seis de la tarde, pero una brisa invernal recorría la avenida todavía mojada. Por ella venía lentamente el cartonero con su hijo de doce años, montados en el destartalado carro tirado por el animal que alguna vez fuera un caballo. Inesperadamente el hombre sintió que las riendas parecían aflojarse, luego se tornaron rígidas. Entonces el caballo cayó sobre el pavimento. El cartonero descendió con su hijo detrás de él y se acercaron a aquel despojo que parecía un viejo traje deformado. Todavía con los profundos ojos negros muy abiertos, la bestia se conmovió en algunas convulsiones casi imperceptibles y luego quedó rígida, como si el frío la hubiera sorprendido de improviso para congelarlo súbitamente. El hombre le palmeó el pescuezo y después se sentó en el cordón de la vereda cubriéndose la cara con las manos. Su hijo se le acercó trayendo la pregunta inevitable.
-Viejo, ¿qué le pasó a Ringo?
El cartonero apartó las manos y dejó ver el rostro que desde hacía tres o cuatro días no afeitaba, pero también, las lágrimas que se desprendían de sus ojos como una continuación o un resabio de la lluvia reciente.
-Ringo está muerto Cacho. Y se murió nomás, sin saber que era nuestro motor.
-¿Nuestro motor? - Insistió el chico sin comprender. Su padre siguió hablando como si no hubiera escuchado el requerimiento de su hijo, y fuera él quién necesitaba explicaciones.
-Bueno, yo tampoco lo sabía, o hacía como que no lo sabía. Ahora es tarde para arrepentirse.
Después de su última palabra volvió a cubrirse la cara, como para llorar a solas o para evitarse la imagen desesperada de su caballo muerto, que como había sucedido durante toda su vida, no era nadie.
A dos pasos quedó el hijo del cartonero alternando la mirada entre su padre y el animal, acaso aguardando inútilmente un milagro.
Ninguna persona se acercó. Los transeúntes siguieron por las veredas transitando indiferentes rumbo a sus propias vidas. Y por la calzada, los autos que parecían siniestros carruajes oscuros, continuaron presurosos llevando a sus invisibles pasajeros sin detenerse. Unos hacia alguna cita, otros hacia sus casas, pero la mayoría, camino a ninguna parte.

jueves, agosto 17, 2006

Buscando mayor claridad

Para conseguirlo, voy a transcribir el texto total al que corresponde el fragmento de "About me".

Sin ninguna modestia, creo que este razonamiento realizado es impecable, pero también lamento confesar que no me es en absoluto aplicable. ¿Por qué lo digo? Sencillamente porque he vivido escondido como una rata cuyo manjar favorito eran los libros, gozándolos sin descanso como si se tratara de los cuerpos constantemente renovados de mujeres hermosas, si se me perdona, manera un tanto cruda de expresar lo que suele llamarse placer intelectual. Por lo tanto, llego tardíamente a la definición que hice en un principio, y a mis setenta y cuatro años, aunque arrepentido por no haberlo hecho antes, ya sin demasiadas ganas de poner en ejecución mi propia teoría.
Por si todo esto fuera poco, quiero tener la suficiente valentía como para decir, que ni las hazañas de los héroes ni las perversas acciones de los malvados de la ficción, ni las sublimes visiones y los dorados paraísos de los poetas, me han servido para evitarme cometer los mismos errores que son habituales en el común de los mortales. (No me refiero a errores gravísimos pero sí lo suficientemente molestos.)
En otras palabras, no he sido mejor ni peor de lo que hubiera sido un completo ignorante.
Tampoco las agudas y profundas reflexiones de la filosofía, me han ayudado dándole a mi inteligencia la suficiente elasticidad y profundidad, para prevenirme de las circunstancias adversas, o para ante ellas, actuar con la soltura necesaria y la mesura indispensable -sobre todo sin sobreactuar internamente mis propias angustias para superarlas rápidamente-. Posiblemente, Kant opinaba con mucha certeza al decir que “la utilidad mayor y acaso única de toda la filosofía de la razón pura es, después de todo, meramente negativa, puesto que sirve, no como órgano para la ampliación del conocimiento, sino como una disciplina para su delimitación, y en lugar de descubrir la verdad, tiene sólo el mérito de evitar el error”. En cuanto a evitar el error, lo reitero, tampoco he tenido demasiado éxito.
No se interpreten mis palabras como un aliento para negarse a la riqueza de todos los conocimientos y dejarse sumergir mansamente en la ignorancia. Simplemente, hay que aceptarlo, los libros como muchas otras cosas, no causan el mismo efecto en todas las personas. De la misma forma que un medicamento puede provocar una mejoría mágica y veloz en unos, y pasar absolutamente inadvertida o hasta resultar contraindicado en otros organismos.
Sólo me falta decir que a pesar de todas mis aclaraciones, no he perdido el fervor -acaso debería decir, el amor- por todo lo que significa la pródiga literatura. Y agregar que me permito insistir en recomendar -casi diría en rogar - al menos prevenido y al más avisado, que sigan mi ejemplo y se conviertan sino en ávidos lectores, al menos en periódicos frecuentadores de libros. Es probable que tengan más suerte que yo, y saquen de ellos mucho más que algo para embellecer la memoria e ilustrar el recuerdo.