sábado, septiembre 23, 2006

Sorprendentes declaraciones de José María Aznar (ex Presidente del Gobierno Español)

El señor Aznar ha declarado que los musulmanes jamás pidieron disculpas a España por
haberla dominado durante 8 siglos.
Como ciudadano común, sus palabras me merecen algunas reflexiones. Las detallo a continuación:


1) Esta suerte de revisionismo tardío sólo puede estar generado en una ideología que provoca
una visión bastante menor de las cosas, la ideología del señor Aznar, por supuesto. ¿Qué
tiene que ver lo que ocurre ahora en el mundo con circunstancias que se vivieron en un
pasado tan remoto?
En el fondo la cuestión encierra una defensa a las inoportunas palabras de El Papa.
Si en verdad es así, no creo que El Papa necesite la mediación de Aznar para
defenderse, ya que en estos casos cada uno debe tratar de salir de sus propios desaguisados.


2) En otro sentido, disculpas aparte, los musulmanes dejaron en España una herencia cultural
aún existente, que terminaron en muchos casos convirtiéndose en emblemas de la Nación
española.


3) Debería saber el señor Aznar, que tampoco España pidió disculpas a América Latina por
5 siglos de dominio brutal, y mucho menos, por haberse llevado de sus territorios
toneladas y toneladas de riquezas que jamás devolvió. En cuanto a las herencias culturales recibidas por los americanos fueron infinitamente menores que en el caso musulmán.


4) Entiendo que todo lo mencionado por el ex-presidente, ocurrió hace demasiado tiempo para
que una mente inteligente se detenga en ello. Dejemos las regresiones para los grandes amores
perdidos o para los afectos familiares que nos ha arrebatado la muerte, no para la "alta política".
En el fondo lo que hace el señor Aznar, es plantear una discusión que tiene mucho
de infantil. Me recuerda a esas peleas que a veces protagonizan los niños disputándose
un juguete que cada uno de los contendientes considera suyo sin que en realidad le
pertenezca a ninguno de ellos.


Conclusión

Todo esto hace evidente que la mayoría de los pretendidos "estadistas" de este mundo exhibe
un nivel de inteligencia más que discutible, y que la mayoría de sus opiniones y decisiones,
no siempre debidamente meditadas, son sólo el resultado de conveniencias de momento y no
la consecuencia de una mente habituada a meditar con serena profundidad lo que nos ha pasado, lo nos pasa y lo que puede llegar a pasarnos. La mejor prueba de todo esto se obtiene con sólo observar el estado en que se encuentra el mundo.

viernes, septiembre 22, 2006

Dulce gato de mi corazón (Pretexto para un ensayo trivial)

Si ahora que está en tus manos, has creído que este trabajo pretende limitarse a resaltar las cualidades de los para muchos discutidos felinos, creo que mi obligación es anticipar que no se trata de eso, lo que no quiere decir que buena parte de lo que aquí escribo, no tenga mucho que ver con ellos. Acaso esto se debe a que siempre he pensado que la lectura suele hacerse mucho más amena, cuando a partir de un tema determinado surgen derivaciones que nos conducen a otro y a otro, impulsando a la mente a esos saltos que la rejuvenecen, para luego regresar mansamente, al descanso del cauce original. Por otra parte, las conductas humanas (no siempre elogiables, ni siquiera para quienes quisieran creer que vivimos inmersos en la maravilla) recorren tan sinuosos laberintos, y no necesariamente de a uno por vez, que esto de pasar de un tema a otro, más que un recurso de la mente termina obedeciendo a una lógica inevitable. Pienso que debe ser así y para ello me apoyo en la música. ¿A quién se le ocurriría componer una sinfonía disponiendo de una sola nota? Seguramente a ningún músico por muy avezado que fuera. Anticipándose a las conclusiones, determinaría de antemano que el resultado no podría ser otra cosa que catastrófico.


Se me dirá que entre la música y la literatura hay un ancho mundo de distancia, o más aun, que esa distancia es absolutamente planetaria. Pero no estaré de acuerdo. Considero que las artes son tan dinámicas que permanentemente se funden unas con otras, asistiéndose, combinándose, apoyándose entre sí, como acostumbran a hacerlo los miembros de una buena familia.
No negaré que el asunto tiene sus riesgos, como por ejemplo, -lo he escuchado muchas veces- “que Fulano comienza hablando del campo, o de las estrellas, o de los mares, y luego sus derivaciones y bifurcaciones son tan infinitas, que se acaba sin saber qué es lo que ha querido decir”. Prometo tratar de evitar que ocurra algo de eso, como también prometo ser ameno, a al menos, tratar furiosamente de serlo, que es esta la consideración principal y primera que quién piensa, y además escribe, que debe tener hacia aquellos que se han tomado el trabajo de leerlo. Y ahora, vamos al asunto.
Es creencia divulgada, la que sostiene que el amor a los gatos es expresado casi exclusivamente por mujeres ancianas, viudas y solitarias, cada una en esas condiciones de vida por separado, o bien, todas juntas. Con el apresuramiento que suele tentar a emitir juicios terminantes sobre casi cualquier cosa, también se considera a esas buenas señoras un tanto extravagantes, gracioso término para soslayar la palabra de-mente, que evita recurrir a la de loca -no deja de ser más o menos lo mismo- considerada un poco más dura, y hasta inapropiada para ser utilizada por aquel que se rige de acuerdo a ciertas reglas de cortesía y urbanismo ya casi en desuso.


Cuando en los atardeceres se acercan a los terrenos baldíos o a las puertas carcomidas de viejas casas abandonadas, para dejar allí el alimento a los gatos que se congregan en el lugar, son invariablemente observadas con desconfianza, o con una comprensión que se parece mucho a la lástima. Su actitud en esos momentos, especialmente cuando llaman a los animales con nombres extraños producto de su propia creación, sólo sirve para confirmar lo que se piensa de ellas. Entonces, su esfuerzo humanitario, gravoso y constante, llega a merecer la burla, la desconsideración, y en ocasiones, hasta la afrenta. Pero con todo el respeto que esas caritativas damas me despiertan, no creo que sean las depositarias exclusivas del afecto o la simpatía hacia los gatos. Afortunadamente, muchos los quieren y se ocupan de ellos. Yo mismo, he pasado casi toda mi vida alimentando y cuidando dentro y fuera de mi casa a gatos de todo tipo y color. Los he visto inválidos, contrahechos, débiles y ciegos; también vigorosos, saludables y espléndidos.
La primera experiencia me ha servido para acercarme al dolor y a la insatisfacción, algo más que recomendable si no se agota allí, y en cambio, se proyecta al sufrimiento creciente de todo el género humano.
(Conviene aceptar que los aspectos desagradables de la vida deben asumirse de primera mano. No es una metáfora exagerada afirmar que recién cuando se toca la sangre, se comprende a través de su densidad el significado de muchas cosas.)


La segunda vino a demostrarme cuan pródiga puede llegar a ser la naturaleza, cuando se evidencia en plenitud con toda la fuerza de su generosidad. (Esto no quiere decir que acepte que la naturaleza sea infalible y mucho menos perfecta.)
Conocí al primer gato cuando tenía apenas dos años, y ya grande, con mi mujer, comenzamos a reunirlos con el mismo entusiasmo que si fueran mariposas vitales imprescindibles para el ejercicio de nuestros sentimientos. Aquí comenzará a sospecharse que mis opiniones carecen de imparcialidad, ¿pero qué opinión está regida por ella? ¿Qué hombre, por grande que sea, puede rehuir aquellas cosas que lo han formado, puede escapar de las vivencias que han impregnado su infancia -sobre todo su infancia- su adolescencia y hasta buena parte de su madurez? No pretenderé no ser uno de ellos, porque es malo contar mentiras y mucho más escribirlas, y lo que es todavía peor, cuando los demás ¡y tienen todo el derecho! no están dispuestos a creerlas porque son demasiado inteligentes para hacerlo. De modo que, no seré ni tan petulante ni tan tonto.


Pero volvamos al territorio de los maullidos, para empezar diciendo que es bastante común que se desconfíe de los gatos. Para justificar esa desconfianza se dice que son traidores, interesados y egoístas, habituados a atacar sin previo aviso, y para algunos, hasta poseídos por el demonio. (Esto último vuelve a demostrar que la ignorancia y la mala fe son moneda corriente. En otras palabras, son las mismas motivaciones que conducen al prejuicio.) Esa ignorancia suele ser resultado de la falta de curiosidad, aunque tal carencia, debo admitirlo, no convierte a nadie en un malvado. Tendré esa consideración. Pero no tanta, para afirmar que la curiosidad por el conocimiento -cualquier clase de conocimiento- no es un don demasiado popularizado, y estoy hablando del modesto conocimiento que podemos llegar a poseer sobre la mínima porción de universo que nos rodea.
No deja de ser llamativo que los principales defectos atribuidos a los gatos, se correspondan con rasgos desgraciadamente muy frecuentes en la naturaleza humana. ¿Se tratará de ese fenómeno que los psicólogos definen como proyección? (Me permitiré dejar la respuesta a cargo de la sutileza del lector.)
En mis frecuentes observaciones, nunca comprobé que estos animalitos fueran traidores, interesados o egoístas, y mucho menos, que el demonio tuviera algo que ver con ellos. Pero vamos por partes para entrar en las comprobaciones más reales. Si el gato está de mal humor, lo manifiesta moviendo nerviosamente la cola; si de dispone a atacar, echa ambas orejas hacia atrás, gruñe y hasta adopta una abierta posición de combate. En cuanto a que es interesado, cuando maúlla reclamando su alimento, ¿no es acaso lógico que exprese su urgencia para satisfacer una necesidad que le es vital cuando hasta un ser humano recién nacido lo hace? Admito que es desconfiado -especialmente los no específicamente “domésticos” o mas bien conocidos como “vagabundos”- aunque sabiendo cual es la actitud de muchas personas hacia ellos, considero que hacen muy bien al manejarse con cierta reserva y guardando distancia.


Si por haber conseguido erguirnos en dos piernas, hemos adquirido la condición de reyes de la creación, -cosa que en realidad dudo profundamente porque ese reinado contiene una buena dosis de usurpación- nuestra primera obligación como “seres superiores”, debería consistir en comprender y proteger a las especies que supuestamente están por debajo de nosotros. Y previamente, sería conveniente practicar un ejercicio de humildad, admitiendo que de todas las criaturas vivientes sobre el planeta, ninguna ha sido y es tan criminal, destructiva y depredadora como el Hombre, opinión esta que por lo repetida y casi diría aceptada, se presenta sólo como referencia, ya que no constituye ninguna novedad. (Véase cómo hemos dañado a nuestros semejantes, a otras especies y hasta al mismo clima, siendo especialmente esto último una suerte de auto-suicidio. Por lo tanto, si es cierto que estamos hechos a imagen y semejanza del Creador -vieja afirmación que cuando menos me parece petulante- me duele reconocer que lo hemos dejado en una posición bastante desairada.
Ello no se atenúa presentando como modelos humanos o prototipos de nuestra perfección -o modelos a secas, si se prefiere- como Leonardo, Pasteur, Shakespeare, Miguel Angel, Cervantes, Verdi, Galileo, Lister, Salk, Beethoven, o a cualquier otro benefactor-creador, porque por cada uno de ellos ha habido no sólo un Hitler, Gengis Khan, Stalin o Franco que no actuaron solos, si no con el apoyo expreso o tácito de millones de seguidores tan fanáticos, crueles, ignorantes y cobardes como ellos mismos.


Si se busca la ecuanimidad en el juicio, se debe ante sí mismo bucear hasta saber cuál es la verdadera naturaleza de las cosas, y al mismo tiempo, el origen de aquello que las moviliza en nuestro interior, manejándonos al hacerlo con honestidad y sin ocultamientos. Similar actitud corresponde aplicar cuando queremos internarnos en temas y cosas que desconocemos, aunque más no sea, para evitar que quienes realmente son sabios, nos consideren ignorantes, necios y arrogantes. A este respecto recuerdo una frase que expresa: “Ya bastante malo es ser burro, - con el debido perdón de los burros - para además ser un burro pomposo”. A buen entendedor...
Por supuesto existe, casi ni hace falta que lo diga, el divino derecho de disentir, como también el respeto a las creencias y convicciones de cada uno, pero siempre y cuando, esto hay que advertirlo, sean el resultado de la reflexión y el análisis, y no una serie de ideas que se reciben en sobre cerrado como si se tratara de una herencia, sin que jamás nos hayamos tomado el trabajo de analizar su contenido, y en él, su mérito, su veracidad y hasta su margen de error.


No hace falta exhibir la soberbia de Sócrates cuando afirma “sólo sé que no sé nada” (imaginen, si yo Sócrates -sugiere él- admito no saber nada, ¿qué queda para vosotros, pobres diablos?) para emularlo, conformándose con sacarle el cuerpo a la verdad. Y no me refiero a las “verdades reveladas”, de las que desafortunadamente parecen quedar muy pocas. Hablo de la hondura misma donde descansa -aunque a veces parezca dormitar- la auténtica sabiduría, allí donde con ponderación y buen criterio, se originan las opiniones más certeras y desapasionadas.
Si los que aparentan saber más, futurólogos y opinadores de ocasión -insisto en la palabra “aparentan”- aplicaran este principio, nos hubiéramos evitado tener que soportar sus afirmaciones carentes de sentido, esas a las que sólo puedo calificar como parrafadas, recurriendo a todo el rigor de la lengua española, no tanto por lo que dictamina el diccionario sino por el significado que popularmente se le da, cuando tratan de endilgarnos sus patrañas para convencernos de que nos encontramos ante “el fin del la historia”, “la muerte de las ideologías” o de que determinada circunstancia social, económica o política “nunca volverá a repetirse”.
Si bien estoy utilizando estas cuestiones como ejemplo de lo que vengo comentando, me parece tan obvio el error de las formulaciones puntualizadas, por más que quienes las emiten dispongan de estrados filosóficos o universitarios, que no alcanzo a comprender qué es exactamente lo que se proponen, si es que dejo de lado, claro está, el afán de notoriedad, o desde una perspectiva más ramplona, la simple vanidad por trascender para ganar dinero. Analicemos brevemente la cuestión, para que el asunto no quede simplemente en una disidencia producto de la oportunidad. No hace falta ser un erudito para saber que la Historia, si por algo se caracteriza, es por su casi mágica capacidad de repetirse cíclicamente, cosa que viene ocurriendo desde que se tiene memoria de los tiempos. Errores políticos, económicos, sociales y militares, para citar sólo algunos aspectos, se reiteran con pasmosa similitud a lo largo de los siglos. Entiendo que aportar ejemplos específicos, sería insultar los conocimientos y la capacidad intelectual del lector, ya que abundan de tal manera que resultaría aburrido repetirlos.

En cuanto al “fin de las ideologías”-algo parecido al ya mencionado fin de la Historia- creo que tan aventurada afirmación confunde las infinitas mutaciones que precisamente se producen en esas ideologías, posiblemente originadas en la tozudez del hombre, aplicada a encontrar nuevos rumbos y nuevas formas que le den reales o ilusorias soluciones a su infortunio.
Admitamos que es cuando menos una temeridad, analizar y encontrar explicaciones a los hechos de la humanidad, cuando se los contempla a escasa distancia. No basta que hayan transcurrido un año o dos, para evaluar un hecho histórico acaso se requiera cuando menos más de medio siglo. Observo algo parecido con las cosas “que nunca se van a repetir”. Se puede dudar de la veracidad de los refranes que muchas veces terminan contradiciéndose entre sí, pero es sabido que “el hombre es el único animal que suele tropezar dos veces con la misma piedra”. Sobre esto también abundan los ejemplos, y no voy a recurrir a ellos por las razones que ya he citado.
Termino recapacitando en la posibilidad de haber caído en el error, precipitado precisamente por mi afán de no equivocarme.


No dejo de advertir que mientras escribo, el gato que me acompaña se ha quedado dormido en el sillón que ocupa frente a mí. Menos mal. No quisiera que con la capacidad mágica que se le asigna, haya estado leyendo mis pensamientos, hasta sospechar que lo he utilizado junto con sus congéneres como pretexto para endilgar mis ideas desordenadas a un futuro lector.
“Mientras descansas quedemos en paz amigo gris y blanco, “nupcial / sultán del cielo / de las tejas eróticas”, como decía el viejo y querido Pablo Neruda”.

jueves, septiembre 14, 2006

Zona Cero, ex Torres Gemelas

Me ha parecido casi una brutalidad, descubrir a través de un noticiero televisivo que en el sitio adonde se produjo el criminal atentado en Nueva York, permanece casi tal como quedó.

¿Cuál puede haber sido el propósito de mantener en vivo este monumento de la tragedia?
Se me ocurre que ha sido un recurso del gobierno para que permanezca latente el temor, magnífico impulsor de guerras en el exterior y de reducción de libertades en el interior.

Por supuesto puedo equivocarme, pero desgraciadamente, el actual gobierno norteamericano no se caracteriza por su sinceridad, sino por aprovecharse de todas las argucias que tiene a mano para perjudicar a propio y extraños, seguramente, en beneficio de importantes intereses de los que sólo se benefician unos pocos. Afortunadamente, las encuestas realizadas comienzan a demostrar que el número de ingenuos se reduce rápidamente.

sábado, septiembre 02, 2006

Los nuevos Dioses (Y derivaciones sobre el establecimiento de un mundo futuro)

Desde el Becerro de Oro hasta aquí, tal vez desde antes, nos ha animado la necesidad incontenible de recurrir a la adoración de nuevos y cambiantes dioses. Porque naturalmente no podía ser de otra manera, surgieron -crueles, bondadosos, vengativos, en fin, de todo tipo- desde los inesperados movimientos que se mueven en los inescrutables subterráneos de la historia, sin exhibir el mismo mérito -y esto tiene mucho que ver con el atractivo- para todos los seres humanos, pero en cualquier caso, alcanzando con su bien documentada seducción a millones y millones de personas.
Pero hubo otras “divinidades” que en determinadas circunstancias ocuparon y ocupan roles propios de un dios. De la agobiante y larga nómina que fueron componiendo, tomaré sólo algunos ejemplos aislados, como las vacunas (1), el psicoanálisis (2) y el comunismo (3), que según lo asumimos, venían, cada uno de ellos, a preservarnos, o a su manera, a salvarnos de la muerte, de la neurosis -cuando no de la locura- o de la injusticia. En este último caso, para terminar por siempre con “la explotación del hombre por el hombre”.
Más recientemente ocupó el altar de todas las adoraciones, y esto ya es mundialmente mayoritario, la televisión. Mientras se acomodaba en su sitial, también después -todavía continúa haciéndolo-, creó y destruyó mitos, mientras que detrás del pretexto de la cultura y la comunicación terminó urdiendo como quién maneja un hilo venenoso una forma de realidad que se convirtió en mucho más que la realidad misma. Me refiero a la realidad “irreal” en que la mayoría quisiera vivir, creyendo que con ese recurso olvida y posterga las palpables urgencias de su propia vida, sean ellas producto de la emotividad o de la necesidad material.
Aun permanece muy segura en el altar que probablemente nunca abandonará, mientras sus acólitos -nosotros- continuemos dominados por la férrea estructura de nuestra mediocridad y de nuestra ignorancia, cosa que a estas alturas me parece tan des-consoladora como inevitable. Pero esto no era aun lo peor. Para contrariar a aquellos que siempre creen que está todo dicho, este maravilloso Olimpo de nuestras devociones estaba dispuesto a dejar lugar lugar a otra divinidad: la computación. Pariente lejana o no tan lejana de la televisión, en muy poco tiempo -para el reloj de la eternidad, diría que en segundos- se convirtió en el centro de nuestra existencia. Desde sus inescrutables chips acabó por determinar lo que puede o no puede hacerse, y además, cuándo y cómo debe ser ejecutado, por supuesto siempre se cuente con la autorización precitada, cosa que frecuentemente no ocurre. En otras palabras, prácticamente no hay actividad humana que sea concebible sin su participación.
Hasta los educadores le abrieron las puertas de su aprobación, entronizando a las computadoras con sacro respeto en las aulas, y también aplicando en el caso una devoción que no dedicarían a Copérnico, Da Vinci, Newton o Kant -para dar sólo unos pocos nombres- suponiendo que los mencionados tuvieran la posibilidad de visitarlos en sus colegios.
Sin embargo, han surgido opiniones bastante contradictorias. “Antes pensaba que la tecnología podía ayudar a la educación, y por eso entregué a las escuelas más equipos de computación que cualquiera en el planeta. Sin embargo, llegué a la inevitable conclusión de que el problema no se soluciona con tecnología. El problema es político. El problema es socio político”.
Las palabras en negrita y colocadas dentro del encomillado pertenecen a Steve Jobs (4), y por la jerarquía y los antecedentes de quién las pronuncia deberían ser tenidas muy en cuenta.
Muchos, muchísimos de nosotros -acaso debería decir “los más ilusos”- también estuvimos esperanzados en que la tecnología contribuiría decididamente al advenimiento de un mundo mejor. Creo con dolor que nos hemos equivocado. Como dice Jobs, el problema global es sin duda socio político, lo que lo convierte todavía en algo mucho más complicado. Lo afirmo porque es llamativo que los políticos aun no se hayan dado cuenta de su existencia -aquí y en el resto del mundo- y en lugar de luchar por un puesto protagónico en la batalla para cambiar las cosas, insistan en ocuparse de sus estúpidas rencillas, para asegurarse un poder que no es más que una ilusión, porque no han descubierto -o fingen no haber descubierto- que las gran-des empresas multinacionales determinaron que en realidad, son exclusivamente ellas las dueñas de la vida y la hacienda de la humanidad. Y que a lo sumo, podían necesitar ge-rentes, pero nunca asociados. En defensa de esa posición, fueron capaces de provocar guerras y hambrunas aquí y allá, mientras asolaban la ecología hasta el extremo de exterminar definitivamente diferentes especies de la vida animal y vegetal, y al mismo tiempo, dejaban en severo peligro a todo al resto de vida animal y vegetal, nosotros incluidos.
En tanto, en las escuelas y universidades se han seguido declamando bellas máximas en favor de la democracia, la libertad y la justicia -muchas veces ni siquiera eso-, mientras en las iglesias se cantan las reiteradas alabanzas a la gloria del Señor, un Señor que por su sordera sólo es concebible si se toma al pie de la letra la doctrina de la Iglesia referida a que el Universo es apenas un lugar de transición, y en la televisión -es imposible no volver a ella- se insiste en difundir un producto que no es exclusivamente resultado de la incapacidad e ignorancia de productores, libretistas y actores -ni hablemos de los noticieros muchas veces urdidos como si fueran una película- sino más que nada, de nuestra propia estupidez al prestarles atención, una estupidez que sin duda ayudan a consolidar.
Por encima de todo este tinglado se ha montado una suerte de supra escenario magníficamente iluminado, donde se desarrollan acciones de las que supuestamente estamos participando. Allí vemos y escuchamos con devoción o sin ella, las promesas generalmente producto de avances de la tecnología, o de los desbordes de una bien manejada imaginación, relacionadas con todas las maravillas de los tiempos que nos esperan. Esto se parece mucho a la vieja historia del pobre burro que a pesar de tener la zanahoria muy cerca, continúa sometido a la absurda esperanza de alcanzarla, en tanto continúa dando vueltas hasta morir encadenado a la noria
Si tomamos la afirmación de Adam Smith referida a que “no puede haber una sociedad floreciente cuando la mayor parte de sus miembros son pobres y desdichados”, comenzaremos por comprobar que de toda su obra, no es precisamente esta la teoría que los economistas hayan tenido en cuenta aunque más no fuera como una referencia lateral, prefiriendo, como realmente ocurrió, servirse de aquellas que mejor convenían a los intereses del sector al que pertenecían o al que representaban. Sería torpe intentar una generalización desde la definición precedente, pero es una referencia que no puede omitirse ni desperdiciarse.
Por último, queda a los optimistas -esos seres envidiables- abrigar alguna esperanza con respecto a lo que habrá de depararnos el futuro. Lamentablemente no tengo razones para acompañarlos en su fe. Y no las tengo, por la influencia de esa temible actitud llamada razonamiento. Veamos qué surge de el.
A partir del Renacimiento -si como punto de partida tomamos arbitrariamente ese momento de la historia- hubo atisbos esporádicos que parecían anunciar una evolución favorable en el decurso de la humanidad. Las artes y las ciencias y hasta los giros de la política, parecían impulsar al mundo hacia adelante. Entonces, lo porvenir insinuaba una promesa dorada, un tiempo casi inmediato que valdría la pena vivir. El mundo se convertiría en un paraíso y sus bondades estarían al alcance de todos. Pero con ese estado de cosas se entremezclaron las más despiadadas formas de la violencia, detrás de las cuales generalmente se escondía una salvaje ambición de poder y dinero. O de dinero y poder, que es lo mismo.
Con el correr de los siglos -primera y segunda guerra mundial de por medio- las cosas no solamente no han mejorado sino todo lo contrario. Corea y Vietnam por un lado, las terribles luchas intestinas, terrorismo guerrillero y de estado, junto a salvajes represiones y al advenimiento de gobernantes ineptos y corrompidos en América Latina, y la relativamente reciente caí-da del Muro de Berlín, con su secuela de trágicos sucesos que permanecen sometidos a una cruel ley de nunca acabar, como los ocurridos en la antigua Yugoslavia y Chechenia. Había llegado “el fin de la Historia”, afirmación que ganó ignorantes adeptos entre todos aquellos siempre dispuestos a reverenciar lo nuevo aunque no se trate más que de una extravagante torpeza. En ese mismo momento, se acentuó el desolador cuadro trágico ya descrito que muestra a un cuarto de la humanidad padeciendo de hambre, sumergido en la ignorancia y sufriendo enfermedades a las que no tiene cómo enfrentar, mientras arrastra las condiciones de su vida por el fango de lo decididamente infrahumano.
No están demasiado mejor las cosas en el primer mundo y en lo que podríamos llamar “países intermedios”. En unos y otros se observa una desocupación feroz a la que ya parece imposible encontrar remedio, pero con señales tan depravadas como la que hace poco tiempo indicó la Bolsa de Nueva York, donde las acciones perdieron valor cuando el índice de desempleo decreció de una manera ínfima.
Esta absoluta falta de solidaridad -o dicho de manera más específica, esta pretensión de vivir mejor a costa de las necesidades, y lo que es aun más terrible, hasta de las indigencias ajenas- presentada con el más vergonzoso desparpajo, unida al detalle somero que acabo de realizar poco antes, es otro de los ángulos que tomo como referencia para confirmar el peor de los pronósticos.
Mal que nos pese, acaso tengamos que coincidir con Nietzsche, cuando afirma que “la tierra tiene una piel, y esa piel tiene enfermedades. Una de esas enfermedades se llama hombre”.
Lamentablemente ya no quedan Quijotes en este mundo, pero aun si apareciera alguno, tendría que conformarse con la misión que le confió Unamuno, es decir, “Clamar, clamar en el desierto”. En ese desierto, pienso yo, en el que permanecería aislado cuando no encerrado por el resto de sus congéneres, comprometidos en concretar como si se tratara de una alegre misión la destrucción que nos espera.
Pero para que todo lo dicho no sea interpretado como definitivamente poco constructivo, diré que mi deseo hubiera sido muy otro, simplemente, me ha impedido mejor fortuna el haber-me guiado por los indelebles signos de la historia, pasados y presentes. Ellos son los causantes de todo este aquelarre, y no yo, el simple “mensajero” que observa con dolor, el no demasiado lejano precipicio que nos espera tarde o temprano y al que seguramente por imperio de la biología, no tendré la desgracia de contemplar. Esta última afirmación puede sonar excesivamente dramática, no por eso, desgraciadamente, deja de ser sincera.


(1), (2), (3) Ninguno de los tres ejemplos encierra un juicio negativo en sí mismo, ya que se pretende simplemente observar cuales han sido nuestras reacciones ante ellos.

(4) Steve Jobs es el creador de la computadora Macintosh de Apple. También ha fundado los estudios de animación Pixar, donde se realizó Toy Story, primer largometraje de la historia animado por computadora.