domingo, enero 28, 2007

El viaje a Deba

(Como cualquier otro relato, este puede ser leído por cualquier
persona. Pero es muy probable que los descendientes de vascos
-y muy especialmente quienes viven en Euskadi - le encuentren
un sentido especial. Aunque como ya dije es para todos, a ellos les
va dedicado muy especialmente.)

El viaje a Deba

1

Cuando llueve torrencialmente sobre una ciudad marítima, el agua cae con una potencia que es desconocida en las urbes mediterráneas. Me complace fantasear pensando que las nubes, envidiosas del vigor de las olas, quieren imitarlas lanzando su carga con esa fuerza irresistible. Esta competencia de los elementos se acentúa cuando el mar es tan bravío como el Cantábrico, que no cesa de exhibir su incansable fiereza para estimular los alcances de tan singular rivalidad. Jugaba con la idea al alejarme de la costanera, cuando se reiteraba el enfrentamiento y la lluvia dejaba caer su intenso telón a mis espaldas, pretendiendo aunque más no fuera por unas pocas horas, privar a la ciudad de su paisaje predilecto. Antes de despedirme del espectáculo, pude ver cómo el mar intentaba una última jugada riesgosa sobre el tapete de la arena. Atenuada su encrespada ferocidad por los brazos afectuosos de la bahía, las aguas serían absorbidas sin contemplaciones y la poca que quedara a salvo tendría que esperar la revancha en un próximo día, como hacen los jugadores empedernidos.
Había pasado largas horas apoyado en la blanca baranda enrejada, mirando alternativa- mente los contornos de la Isla de Santa Clara, que un poco a mi izquierda parecía flotar con su base aferrada a un ancla gigantesco; y el medio perfil del Monte Urgull, en exacta línea recta con respecto a mi posición.
Aunque provenía de otro país, esas expresiones de la geografía de San Sebastián me parecían extremadamente familiares, pero eso no hacía más que corroborar mis inquietudes. Había llegado hasta allí para rastrear las precisiones de un pasado desconocido, y ese primer día, imaginé que alguna revelación o al menos una indicación mínima llegaría navegando en el acompasado ritmo de las olas. Al obligarme a dejar la costa, la tormenta acababa de frustrar mi equivocado propósito, porque sólo los poetas son capaces de captar los mensajes del mar, de las caracolas y de sus habitantes más secretos. Probablemente mi búsqueda estuviera motivada por las desesperantes frustraciones de los últimos meses. Pero más que eso, aparecía una comprobación a la que no titubearé en calificar como sobrenatural: había dejado de ser yo para convertirme en otro, y aunque la transformación no era permanente ya que había cierta alternancia en los roles, el pasado que pretendía hurgar pertenecía a la persona cuya identidad tomaba a ratos. Oponía a mi descubrimiento y a las innumerables lucubraciones que emanaban de él, toda la tenacidad de mi inteligencia. Pero no era suficiente, porque resultaba innegable que la transmutación se había efectuado y actuaba sobre mí como si me hubiera sojuzgado, a tal punto, que había conseguido que yo estuviera allí. Esto tal vez era lo más razonable de todo, ya que ese viaje aparecía como la única manera de explicarme las causas de lo que estaba sucediendo. Pero cuales- quiera fueran los recursos a que echaba mano, estaba en la incómoda posición de ser al mismo tiempo testigo y protagonista, ignorando cómo y porqué a ratos era uno y a ratos otro.
Llegué hasta la calle San Martín cuando se encuentra con Manterola y doblé a la izquierda. En verdad no tenía un rumbo preestablecido y me sentía un duende que responde a designios misteriosos en los que no tiene ninguna posibilidad de influir, y mucho menos de modificar. Ya tardecía, con esa disposición prematura que el invierno impone a la duración de cada día, y aunque todavía no habían dado las seis de la tarde, el calendario obligaba a la oscuridad a hacerse cargo de la escena. El proceso que había iniciado más temprano en la bahía comenzaba a fermentar en mi cabeza. Lo presentí al descubrirme explorando perdidas memorias de mi infancia, pero nada estaba tan absolutamente definido como para determinar si se trataba de mi infancia o la de otro. Alguna pista ante esta duda la daba al verme con pantalones demasiado largos para ser cortos y demasiado cortos para ser largos. También lo hacía la imagen de ese recuerdo infantil, donde en mi cabeza aparecía un gorro de marinero con una cinta azul. Era moda para niños de fines del siglo pasado, cuando yo todavía no había nacido. Seguramente, la calle no era el lugar más apropiado para encontrarme con las siluetas de un tiempo que no me pertenecía. Pero también es cierto, que ese mismo tiempo no reconoce lugar ni oportunidad para presentarse -en eso, es tan desconsiderado e impuntual como la muerte- y cuando lo hace, nos puede regalar paraísos de belleza, y paralelamente o antes o después, imágenes tan horribles que sería preferible no ver. Pero estaba allí, y era difícil, además de tarde, evitar el desafío de lo que deliberadamente había ido a buscar. Al fin era yo, o mejor dicho, el otro, o tal vez los dos, comenzando a observar lo que había ocurrido. Para bien o para mal, se veía todo tan nítido como sólo suele mostrarlo la inefable crudeza de la realidad. Allí estaba yo en esa casa desconocida, cuando apenas tenía cuatro años. Mi madre moría junto a un médico de lúgubre chistera, y después, también yo, escalando los montes cercanos y oliendo las encinas, los robles y los castaños, corriendo, corriendo, para escapar de aquel dolor insoportable. Un poco más tranquilo, me detuvo el relieve de los pinos interminables, más allá de mi pueblo, y el mar cercano se abrió como un oído propicio para escuchar mi sufrimiento. Me rescataron de esas angustias las cariñosas figuras de mis abuelos, para introducirme en una educación cargada de afectos. Ellos animaron a mi timidez para colocarme en el centro de los días de fiesta y celebración, haciendo que entre los colores de su música, descansara la constancia del estudio tenaz y juicioso. Entre sus infinitas ternuras también transcurrió mi adolescencia, hasta que otra vez vino una noche la muerte para convocarlos a su territorio silencioso. Todo comenzó a perder sentido, y mucho más, cuando mi padre dispuso que viajara a una gran ciudad para completar mis estudios. Sentí que mi vida apenas sostenida por un manojo de recuerdos se quebraba en dos. Atrás quedaba un tiempo milagroso animado por gente y paisajes que tenían las misma textura, la misma dureza metálica y el alma idéntica de delicada espuma. No tuvo que apresurarse el calendario para que fuerzas inesperadas acentuaran aquellos sentimientos y terminaran con mi mundo, cuando me colocaron en el enorme barco en que navegaría hacia América. Entonces me despedí de los bosques y de los ríos, de los peces transparentes y de las mareas formidables. Soñaba con que esa fuera una separación transitoria pero acabó por convertirse en definitiva. (Cuando percibí que la voz iba tomando el tono de una larga confidencia, descubrí que no era la mía, aunque continué escuchándola con atención.)
-Llegué al otro lado del Atlántico -adonde naciste- y conocí los quebrachales y los caminos tan duros como ellos, y conocí amor de mujer, y lo más maravilloso de todo, conocí una nueva familia.
¿Quién me hablaba? Volvía a ser yo cuando mi pregunta se erguía valerosa al advertir que alternativamente, éramos dos los que nos expresábamos, que en ese instante era yo pero que poco después, volvería a ser el otro destejiendo un relato que me parecía haber escuchado alguna vez.
-Después vinieron años difíciles con su acumulación de desencantos y de supuestos amigos con memoria de algodón.
-Ay Papá, si hubieras vuelto a España llevándome contigo.- Me escuché decir en voz alta.
No pude ver su cara porque su cara estaba dentro de mí, pero sabía que me miraba con una tristeza que jamás había imaginado en sus ojos. Entonces buscando la lógica de un consuelo, agregué:
-Sí, ya sé, estaba la guerra.
La respuesta llegó desde la voz amortiguada, pero tan nítida como si quién hablara estuviera a mi lado.
-Y también ustedes, mis hijos. Era imposible regresar con todos. Aunque hubiera sido maravilloso, ¿no es verdad?
“Pobre vasco que quiso olvidar sus sueños”, pensé pretendiendo que en medio de aquella milagrosa simbiosis, no me había escuchado. Pero lo había hecho.
-¿Y quién te ha dicho que los he olvidado? Todavía caminan por la Alameda, están en la tienda de Arriola, en la Plaza seca cerca de la iglesia donde me bautizaron, en la vieja estación del ferrocarril.
La voz y la calle quedaron en silencio. Todo había sucedido, si es que había sucedido, en el escaso recorrido de media cuadra. Seguí adelante y al pisar la esquina que enfrentaba la plaza Zaragoza, descubrí el Juan Sebastián Bar, un rincón empeñado en ser moderno sin desentonar con el delicioso estilo art noveau de la ciudad. Allí me reanimaron rápidamente el ambiente tibio, un café muy cargado, una copa de Osborne, pero más que nada, contemplar a una hermosa muchacha rubia de ojos celestes, que compartía la mesa vecina y una tetera con su amiga tan bonita como ella. Estaban muy próximas y resultaba imposible no escucharlas. Eso me permitió saber que con juvenil entusiasmo daban los últimos retoques al plan de excursión del día siguiente, que afortunadamente para ellas, sería domingo. Así me enteré que pensaban visitar Deba, distante sólo cuarenta kilómetros. El nombre de ese pueblo debió haber sacudido algún anaquel polvoriento de mi memoria, porque luego de pedirles disculpas por mi intromisión, les requerí información sobre su punto de destino.
Considerándome un turista -al cabo lo era- mi curiosidad no les llamó la atención, y amablemente me contaron que se trataba de un pequeño pueblo marítimo muy tranquilo, aunque aclarando con rigor propio de experimentado cicerone que no era demasiado diferente a cualquier otro de Guipúzcoa. Sin embargo destacaron que tenía una hermosa iglesia -creían que del siglo XVI- buenos lugares para comer y una playa serena, observación esta última que les hizo reír con candor, cuando cayeron en cuenta que una playa en pleno invierno no constituía un atractivo demasiado especial.
-Pero puede usted caminar por la arena y mirar el mar, si le apetece, claro.- Dijo una de ellas tratando de enmendarse.
Queriendo corresponder a su delicadeza le respondí que el mar era uno de mis espectáculos favoritos. Luego nos despedimos con simpatía y volví a la calle. La lluvia densa se había convertido en una tenue llovizna. Hubiera podido abordar un taxi pero preferí caminar. El hotel estaba cerca y el agua me recorría la cara como una tenue caricia.

2

Descendí del autobús poco después de la arcada que señala la entrada del pueblo. Más allá, el Hotel Miramar cerraba sus ventanales al viento, y una breve escalera de granito conducía hasta la arena. La mañana pretendía evaporar las nubes y convertirse en una claraboya luminosa, pero el mar mostraba espasmódicos movimientos de intranquilidad, acaso descontento por la repetición de una suerte adversa. Comencé a acercarme a la orilla entre las huellas de la marea nocturna y dejé que mi vista volara, primero hacia los montes que se asomaban como si fueran una plataforma, y después, hasta el horizonte lejano. Nombres y lugares recorrían mi cabeza como pájaros desorientados que han perdido el rumbo, y tratan desordenadamente de recuperarlo. A mí me había ocurrido lo mismo buscando definir exactamente quién era, pero en ese momento estaba seguro de haber llegado a destino. La confusión había terminado -o estaba muy próxima a hacerlo- porque ese era el pueblo y yo estaba allí. Posiblemente había llegado el momento de comprenderlo todo, pero resultaba riesgoso sentirse victorioso. La voz depositada en mi interior había callado, dejándome la incierta sensación de estar solo y desprotegido, pero el paisaje se empeñaba en mostrarse amigable tomando a cada instante mayor relieve, como lo hace una fotografía al revelarse, cuando los ácidos comienzan a definir la imagen, primero tímidamente, pero insistiendo en su empeño hasta tornarla definitiva. Por eso empecé a sentir que si bien era la primera vez que estaba allí, en realidad nada se presentaba como absolutamente nuevo. Terminó por parecerme que había regresado a una playa adonde había estado el día anterior, y el anterior, y el anterior, a lo largo de toda mi vida. Como si empuñara un bisturí, me hundí en la parte más recóndita de mi propio ser, pretendiendo que el otro emergiera y apartara las dudas y los temores que subsistían. Pero sólo respondió el silencio, de inmediato destruido por el rumor del viento que crecía vaticinando una nueva tormenta. Debo haber pasado mucho tiempo redoblando el intento, hasta que mi desesperación -o tal vez mi angustia- hizo estallar una forma de furia, ignorada hasta entonces. Fue cuando grité, grité como si la soledad, la injusticia, el olvido, la desaprensión, la maldad y la ingratitud que me habían venido persiguiendo, huyeran de mis pulmones con el prodigio de aquel grito.
-¿Adónde estás? ¿No somos dos acaso?
Nadie me contestó, pero sentí la presencia de una compañía. Miré toda la playa que permanecía tan solitaria como a mi llegada, pero alguien estaba allí. Sí, lo confirmé cuando sentí en mi brazo derecho un calor afectuoso, como si lo oprimieran con cariñosa firmeza. Recién entonces percibí que la ansiada voz reaparecía, pero lo hacía cada vez más lejos, y cada vez más lejos a medida que hablaba.
-Estás solo o puedes creer que estás solo, pero esta es Deba, tu patria. Y aunque dejes de escucharme, porque seguramente dejarás de escucharme muy pronto, nunca te quedarás sin mi compañía. Y estaré a tu lado aunque no me veas ni me oigas, porque tampoco es bueno para ti que alguna de las dos cosas ocurra. Y por último hijo, desde hoy serás tú y yo seré en tu mente y en tu corazón la memoria de tu padre. Te confieso que no me parece poco, es más, visto desde donde yo lo veo, es como un premio, más que un premio. Pero recuerda, serás sólo tú, y lo que seas capaz de hacer sin la ayuda de nadie.


Las dos muchachas habían colmado su modesto deseo de distancias cuando llegaron a la arcada, allí, en la entrada de Deba. Ellas descubrieron al viajero con el que habían conversado en el bar la noche anterior, sorprendiéndolo en el preciso momento en que comenzaba a alejarse de la orilla. Después, les pareció comprobar que con el mismo dominio de la situación que si fuera un habitante más del lugar, se encaminaba hacia el interior del pueblo. Pero lo que más llamó su atención, fue descubrir que junto al desconocido marchaba un anciano cuyo perfil de la vieja boina, era el dibujo más clásico y perfecto que se podía hacer de su raza. El anciano, muy anciano, todavía lo llevaba tomado del brazo derecho, cuando se perdieron por la senda de la Alameda.