“Volvió una noche”
Pero de él, la ciudad mucho sabe y conserva.
Su lágrima más rica,
Su daño que hirió de pronto
La escondida jactancia, el desapego silencioso
Con que las voces que callan juntas
Alrededor de sillas humeantes y amaneceres
Acostumbran a comunicarse afectos.
Y acaso por ser yo de esos
Me cohíbe repetir el nombre,
Atarme a la vil nostalgia temporal
De reclamarlo.
Alberto Girri
El Bocha -como le decían todos en el barrio- vivía con su madre en la vieja casona de la otra cuadra. El muchacho tenía sólo veinticinco años y estaba recorriendo las últimas materias de Arquitectura, una carrera universitaria iniciada tardíamente. La prematura muerte de su padre tres años atrás, había sido la causa de la postergación de sus proyectos como estudiante.
La señora Alcira bordeaba los sesenta, pero a pesar de su aspecto cuidado mostraba un posiblemente involuntario envejecimiento precoz. Aunque ella no lo decía, tenía aceptado que las tristezas y cierta clase de soledad, son más crueles que el veloz andar de los calendarios.
Madre e hijo tenían una relación cordial y afectuosa, pero como es natural, eso para ninguno de los dos era suficiente. En un sentido material, vivían sin lujos pero también sin apremios, porque Don Jorge les había dejado un pequeño capital y una pensión relativamente alta.
Aunque yo pienso que se pueden tener a cualquier edad eso que suele llamarse manías, a medida que transcurre el tiempo las personas mayores parecen adjudicarse el privilegio de coleccionarlas como si fueran piedras preciosas y extravagantes. Son esas modalidades a las que con cierta mezcla de ironía y consideración denominamos cosas de viejos.
Doña Alcira tenía las suyas, y entre ellas, se destacaba su insistente preocupación porque la puerta de las rejas que separaban el pequeño jardín de la acera, permaneciera permanentemente cerrada, al menos desde la hora del atardecer. Y como transcurría el invierno, antes de las seis de la tarde la oscuridad cubría las calles y las casas como una manta apresurada como si quisiera estimular un sueño prematuro. El tema era constante motivo de discusiones con su hijo, la únicas que solían tener, porque él sostenía que ese era el barrio más tranquilo y más seguro de la ciudad, tal vez del mundo. Y era verdad. A pesar de los frecuentes asaltos, secuestros y robos que se repetían con insistencia en otras zonas, allí no se recordaba más que alguna escaramuza ligera que los vecinos ya casi tenían diluida en el olvido.
Ese día, para evitar el repetido y fatigoso cambio de opiniones sobre el tema, el Bocha se apresuró, y apenas pasadas las cinco y media, cruzó el minúsculo jardín y llave en mano se preparó para cerrar lo que irónicamente solía calificar como la bendita puerta. Estaba haciéndolo cuando caminando con seguridad pero sin apremio, pasó frente a la casa un hombre. El Bocha tenía el mérito de la observación, y a pesar de lo fugaz del momento apenas iluminado por una luz que decrecía, reparó en dos cosas: el elegante sobretodo que vestía el transeúnte y que llevara sombrero -algo totalmente fuera de uso- pero además, un sombrero que le pareció corresponder a una moda definitivamente antigua. Pero eso no fue todo. Al pasar, el hombre giró la cabeza y lo miró para cantarle más que decirle un “buenas tardes” extendido, acentuado con una sonrisa que no parecía recién creada. Sencillamente, el Bocha pensó que la traía colocada en los labios desde que había salido a recorrer las calles, y hasta todavía, desde el día de su nacimiento.
El hombre continuó su camino hasta perderse en la oscuridad y en la tenue llovizna que comenzaba a cubrir la acera. El muchacho, cumplida su misión, retiró la llave y retornó a la casa dominado por un único pensamiento: ¿Adónde había visto aquel rostro que le resultaba tan familiar? Cuando atravesó la puerta la voz de su madre lo recibió con la pregunta inevitable.
-¿Ya cerraste Bocha?
-Si mamá, quedate tranquila que está todo bien.
-Gracias hijo.
Mientras Doña Alcira continuaba en la cocina preparando la cena, tarea que para ella todos los días parecía la víspera de una celebración, el Bocha subió las escaleras y se dirigió a su cuarto. Allí, le esperaban los libros que había dejado abiertos y se propuso continuar estudiando. Pero apenas había posado los ojos sobre el papel cuando el rostro del hombre que había visto poco antes, volvió a su mente cargado de intensidad. Entonces levantó la vista y se dijo en voz alta:
-Estoy seguro de que era él, pero... ¡no puede ser!
Su exclamación y la idea que la provocaba, le parecieron tan absurdas que trató de desvanecerlas, volviendo trabajosamente a los libros que tenía frente a sí. Acabó concentrándose en lo que leía y comenzó a tomar algunos apuntes. Haciéndolo transcurrieron los minutos, y el sueño comenzó a cercarlo provocando que su cabeza se inclinara lentamente sobre la mesa hasta caer vencida. Recién a las nueve de la noche su madre entró en la habitación para despertarlo. La cena estaba servida.
Comieron casi sin hablar hasta que el Bocha creyó oportuno hacer la pregunta que tenía preparada.
-Mamá, ¿cómo se llamaba esa clase de sombrero que los hombres usaban antes?
-No se exactamente a que te estás refiriendo. - Contestó Doña Alcira un tanto sorprendida por la rara curiosidad de su hijo.
-Recuerdo haber visto alguna vieja foto de papá llevando algo así.
-Claro. - Reaccionó la madre. - Era un sombrero ridículo que no me gustaba, pero tu padre sostenía que era propio de un caballero. Si, ya sé. Ese modelo de sombrero me parece que se llamaba orión o algo así. Creo que Chamberlain o Eden, que fueron primeros ministros ingleses, usaban uno igual. Pero mirá de qué acabo hablándote... si eso fue hace más de sesenta años. - Divagó. -¿Pero de dónde has sacado tu interés por la moda de otro tiempo?
-Es que hoy vi a un hombre con un sombrero así.
-Parece increíble. Ya ni creo que se fabriquen esas cosas. Debe tratarse de un extranjero o lo habrá comprado en otro país. ¿Querés un poco más de guiso?
-No, gracias. - Dijo el Bocha apresurado por volver a su tema. -Pués él lo llevaba, y te digo que le quedaba muy bien.
-¿Te gustaría comer alguna fruta?
-No mamá. Te ayudo un poco en la cocina y me acuesto. Estoy sobre los libros desde las seis de la mañana y me siento muy cansado.
-Olvidate de la cocina Bocha. Pero no hagas lo mismo con el examen que es pasado mañana.
Entre los dos levantaron la mesa. Después el muchacho besó la mejilla de su madre y puso a andar su proyecto de descanso.
-Hasta mañana mamá.
-Hasta mañana Bocha, que duermas bien.
Y el Bocha durmió bien, y también la noche siguiente, hasta que el nuevo día lo puso frente al desafío del examen.
Se despidió de su madre muy temprano y partió para la Facultad. Allí, los esfuerzos del estudio tuvieron su premio y regresó alrededor casi a las seis de la tarde con la alegría del triunfo, sin que le importara la persistente garúa empeñada en perpetuarse, ni la oscuridad que volvía a caer apresuradamente. Es que se sentía contento porque ahora tenía un un escollo menos y acababa de dar un paso más hacia título que ya estaba a la vuelta de la esquina.
La señora Alcira se sintió muy feliz, pero eso no le impidió preguntar a su hijo si había cerrado con llave la famosa puerta de las rejas. El Bocha se sentía demasiado despreocupado para que aquella infaltable insistencia le perturbara, y admitió que no lo había hecho. Entonces volvió sobre sus pasos y llave en mano se dispuso a cumplir con el doméstico reglamento. Mientras lo hacía, recordó al hombre del día anterior, y como si hubiera respondido a una invocación, la figura apareció sobre la misma vereda, con los mismos pasos, la misma sonrisa comunicativa, el mismo extraño sombrero y el mismo saludo, otra vez alargando el sonido de las letras, como si necesitara adaptarlas a alguna música nueva.
Sin preverla ni pensarla demasiado, el Bocha tuvo una reacción, y cuando la figura acababa de pasar dejó a su reacción en libertad.
-¡Señor!
El hombre se detuvo y giró para mirarlo de frente con la misma expresión natural y abierta que podía tener un viejo amigo. El Bocha insistió.
-Discúlpeme, no quiero parecer incorrecto ni curioso, pero usted no es del barrio, ¿verdad? sin embargo a mí me parece alguien muy conocido.
-Bueno, - respondió el hombre gesticulando con la mano derecha - esa es una verdad a medias, porque yo siento que todos los barrios son un poquito míos, aunque se trate de un arrabal amargo o aunque tenga el alma inquieta de un gorrión sentimental. En cuanto a que te resulte conocido pibe, disculpame que te llame así pero para mí sos un pibe, es más o menos lógico, pero claro, ese es un misterio de tu memoria en el que yo no intervengo. De todas maneras te lo agradezco. Es bueno que aunque no lo identifiquen del todo, los demás se acuerden de uno.
El Bocha tuvo otra reacción instintiva.
-¿No quiere pasar? A mi madre le gustaría mucho hablar con usted. Tal vez ella pueda recordar todas las cosas que a mí me resultan demasiado lejanas.
-¿Tu viejita? Me encantaría pero preferiría dejarlo para otro día, vengo retrasado y tengo que encontrarme con Tito y con tres viejas amigas: Peggy, Betty y Julie, así se llaman. Son tres rubias macanudas y con Tito y con ellas vamos a dedicarnos a evocar el pasado. Parece poca cosa, pero nos resulta una gran ayuda para seguir tirando. Y ahora abur, pero antes decime, ¿cómo te llamás?
-Me dicen Bocha.
-Suena porteño, me gusta. Y ahora sí, hasta la vista.
-Adiós señor.
-Chau Bocha.
El hombre comenzó a alejarse, entonando a media voz un viejo tango que el Bocha no reconoció.
-“Por una cabeza
de un noble potrillo...”
Mientras entraba en su casa al muchacho le pareció que la garúa se había enfriado y que parecía nieve, la misma nieve implacable que según le habían contado utiliza el tiempo para platear las sienes. Ya en el interior encontró sentada en un sillón a su madre, ocupada en su tejido.
-Sabés mamá, pasó de nuevo el hombre del sombrero raro y estuvimos charlando un poco.
-¿Y qué te dijo?
-Muchas cosas que no entendí. Algo de su amigo Tito y de tres chicas rubias de nombre extranjero.
-No sé por qué, pero me hubiera gustado conocerlo.
-Lo invité a pasar, pero estaba apurado. Igual me prometió volver una de estas noches.
La madre se concentró en su tejido y habló para sí misma en voz muy baja.
-”Volvió una noche”.
-No te escuché mamá. ¿Qué dijiste?
-Nada querido, nada.
-Bueno, te dejo con tu trabajo y me voy a ordenar un poco los libros porque dejé la habitación hecha un desastre.
-Andá tranquilo y descansá un poco. Lo tenés merecido.
El Bocha comenzó a subir la escalera tratando de recordar el tango que cantaba el visitante mientras se alejaba, pero como sucede tantas veces, no consiguió hacerlo. Para bien o para mal, los jóvenes no saben demasiado de viejos tangos. Entonces prefirió pensar que un día no demasiado lejano iba a ser arquitecto. Y eso, ya casi le sonaba como otra milonga.
sábado, octubre 21, 2006
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