jueves, julio 19, 2007

Para Inodoro y Mendieta:

Para Inodoro y Mendieta:

Querido Mendieta, a ver si te dejás de aullar y decidís quedarte un poco más tranquilo.
Y vos, amigo Pereira, no pongas esa cara de inodoro porque no te queda tan bien como la tuya.
Ya sé que el patrón se fue, pero tienen que pensar que va a ser sólo un viajecito, y que después, aunque demore un tiempito, va a regresar para estar con todos nosotros y especialmente con ustedes. ¿O no recuerdan lo que Borges decía de de la Eternidad?
Muchachos, después de todo, con el amigo que los creó, no creo que sean tan burros, entre otras cosas, porque yo los quiero.
Por eso vamos a hacer fuerza para lo que pasó nos duela un poquito menos. Además, por todo lo que dije antes, la tarea nos va a durar sólo un ratito.

Ricardo Antin

Querido Negro:

Querido Negro:

Sin soñar con remedarte: Jodida, ¿ pero acostumbrada? A pensar que no estarás más acá, en esta tierra que tiene tan pocos referentes, ¿palabra un poco solemne para vos?, y tanto que has sembrado. Tu paso por la tierra ha dejado huellas tan profundas que hoy te diría que las lágrimas son tantas, que casi no alcanzan para mostrar el duelo. Y ya que eras generoso con las "malas palabras": Tanto hijo de puta caminado por acá y por allá y vos presente en mí, y mi familia, mis hijos y todos los hijos, que hoy estamos sintiéndonos tan huérfanos, porque no hay ningún Roberto Fontanarrosa que siga en este mundo. Y eso es lo malo. Pero creo que junto con Mendieta, y todos los que hemos sido "Tus Mendieta", jamás faltarás en nuestra memoria, por siempre será así. ¿ Acostumbrada? Jamás, queriéndote, donde quiera que estés.

Noemí Antin

lunes, julio 16, 2007

Especialmente para argentinos

A través de la radio, he escuchado a oyentes de diferentes programas expresando sus reacciones ante el resultado del partido Argentina / Brasil.
Las ha habido en todos los tonos: duramente críticos, psicológicos y hasta humorísticos. Pero ninguno de ellos lograba ocultar la decepción dominante.
Lo que me queda muy claro, es que los argentinos -como prácticamente todos los habitantes del mundo- cargan con un alto componente exitista, estimulado, aunque no haría falta, por las actitudes del periodismo. Ello quiere decir que lo único aceptable es triunfar, sea como sea.
Se olvida la vieja frase tan simple pero tan real y ecuánime: "los partidos se ganan y se pierden". Esto puede llevar en sí varios componentes, entre ellos, la suerte. Pero no ha sido el caso. El equipo argentino jugó ostensiblemente peor que en los partidos anteriores y con el equipo brasileño ocurrió exactamente al revés. Más allá de estados de ánimo, el resultado lo expresa claramente.
Por lo tanto, no me parece conveniente buscar responsables y sabiamente resignarse en el simple pero contundente "otra vez será".

miércoles, mayo 30, 2007

Sobre Ernesto Rilova

Hace unos días, por intermedio del artículo que publicó Gabriel Dreyfus en Adlatina, me enteré de la muerte de Ernesto Rilova.
Envié un e-mail, tanto a la revista como al autor de la nota, y me pareció oportuno compartir con los lectores del blog el contenido del mismo.

Me interesó sobremanera la nota sobre Ernesto Rilova. Pero por razones comprensibles, faltan algunos datos iniciales. Voy a proporcionarlos porque estuve vinculado a ellos.
Acaso les interese publicarlos porque surgen de mi libro de Memorias llamado "La Publicidad era una Fiesta".
Gracias.

Ricardo Antin
(Entre otras cosas, ex-director creativo de J.Walter Thompson).



En esa época ocurrió algo aparentemente casual pero que seguramente no lo era, porque muchas veces las casualidades son el resultado de la disposición, la voluntad y el entendimiento entre los hombres, y no una obra mágica dispuesta por un dios ignoto. El hecho no me tocó de manera directa ni me deparó ningún beneficio material, pero creo ser de esos tontos que también se maravillan y alegran ante cierto tipo de cosas. Por otra parte, y de eso se trata, siempre halaga nuestro orgullo -o si se prefiere nuestra vanidad- ser el descubridor de un talento.
Estos son los hechos. Un día, tímidamente se acercó a mi oficina un joven que trabajaba en la Contaduría de la agencia. Sencillamente deseaba mi intervención para lograr que lo transfirieran al Departamento Creativo ya que deseaba convertirse en Redactor.
Todavía Thompson conservaba mucho de su viejo estilo y esa clase de pases no eran nada fáciles -ignoro si ahora lo son aunque lo dudo un poco, allí o en cualquier otra parte- y así se lo comenté al interesado. La conversación terminó sin comprometerme en absoluto ya que aunque me hubiese gustado no podía hacerlo. Pero antes que nada, quería saber si los deseos del postulante eran reales o si sencillamente se trataba de un devaneo momentáneo.
Me alegró que a los pocos días volviera al ataque aportando nuevos argumentos que hacían visible su decisión y su entusiasmo, además, me mostró algunos trabajos que había hecho por su cuenta. No me parecieron sobrecogedores, pero debía admitir que se trataba de un principiante sin la menor experiencia. Entonces me recordé a mí mismo, a mi verdadera desesperación por ingresar en la actividad y a mi telegrama de diez años antes. Eso me terminó de decidir y le prometí hacer cuanto estuviera a mi alcance para conseguir su transferencia. No fue nada fácil. Por eso primero debí conseguir la aprobación del Tesorero de la agencia -responsable máximo de su área -llevó varias charlas- y posteriormente la de Jack Webster como Gerente General. Esta última me costó menos de lo esperado porque Jack había comenzado en la agencia como empleado administrativo. Posiblemente le halagó que en cierto sentido su propia historia se repitiera y que yo encontrara méritos creativos en alguien de su mismo origen.
Como siempre ocurre comenzaron a correr los días, y el novato Redactor casi presa de un verdadero frenesí, comenzó a insistir para que se le concedieran tareas de mayor mérito. Hasta entonces sólo había intervenido en una campaña para la filial Thompson de Uruguay y en otra serie de cosas menores. Comprendí sus anhelos pero de momento no podía hacer demasiado y le aconsejé tener paciencia y esperar un poco. Seguramente tuvo el buen tino de no hacerme caso y transcurridas algunas semanas me anunció que se iba a trabajar a De Luca.
Más que sorprenderme la novedad me complació enormemente. Entonces me ocupé de desearle la mejor de las suertes, y sólo lo vi en dos o tres ocasiones en forma circunstancial cuando ya llevaba una densa barba.
Pasaron muchos años, aproximadamente veinte, y me alegró reencontrar a Ernesto Rilova -ese era y es su nombre y apellido- en las coquetas oficinas de su propia agencia durante un viaje a Madrid en 1991, convertido según la opinión de los entendidos locales en uno de los tres creativos más importantes de España, país al que se había dirigido en 1976 creo que en compañía de Marcelo Montes, el que después sería Presidente de Saatchi y Saatchi en la península, y quién tuvo la gentileza de recibirme en su despacho durante ese mismo viaje. (Conviene aclarar que en esa ocasión hablamos bastante de mi hija Estela, que por entonces era redactora en esa misma agencia.)
Sin otro mérito que el de lo hecho, me cabe el orgullo de haberle abierto a Don Rilova la primera puerta que enfrentó su sana ambición. Afortunadamente, él tuvo la capacidad para abrirse todas las siguientes. Espero y deseo que sus éxitos continúen y perduren en el tiempo. Su inteligencia se lo merece.

Agregado de último momento después de leer la nota de Adlatina.

La muerte de Rilova no me cayó nada bien, algo que es común a casi todas las muertes. En este caso agregaré que por su talento y su carrera, la vida debería haberle concedido un poco más de tiempo.
Chau Rilova, y donde quiera estés, espero hagas la misma carrera que sobre este mundo.

martes, mayo 22, 2007

Mensaje especialmente concebido para los españoles

Continuando con la política destructiva que caracteriza al PP, el señor Aznar ha lanzado una serie de afirmaciones apocalípticas como por ejemplo, que el actual gobierno está llevando a España a una situación similar a la que condujo a la Guerra Civil. A él no parecen interesarle las mejoras económicas y sociales concretadas durante la gestión de Rodríguez Zapatero. Sólo intenta, como sus colegas Rajoy, Zaplana y Acebes, enarbolar la dudosa bandera "O nosotros o nadie".
También parece olvidar que su partido, cargado de resabios franquistas, fue engendrado entre otros, pero casi principalmente, por el ex-ministro franquista Fraga Iribarne, por muchos conocido como "el fusilador".
El hombre que llevó a España a la invasión de Irak, no evidencia reparar en la pérdida de popularidad de sus amigos, cosa de la que las próximas elecciones dejarán más de una evidencia.
Pero lamentablemente, la percepción, la inteligencia y una concepción positiva de las cosas, no se compra en los mercados.
Seguramente por eso, en general, el mundo está como está.

miércoles, febrero 28, 2007

Reflexiones sobre la entrega de los Oscar

Suele afirmarse que todas las cosas tienen una explicación. Esto no obliga a asumir una actitud maníaca deteniéndose en cada una de ellas para buscarla, pero en ocasiones, esta por ejemplo, es para mí casi imprescindible. Y trataré de hacerlo con la mayor brevedad posible.

Nunca había visto completo el espectáculo, pero el domingo 25 de febrero me senté junto a mi mujer y a mi hijo, dispuesto a presenciar al menos un fragmento de la entrega de los Oscar. Las falencias iniciales me llevaron a permanecer frente al televisor, después de pensar que eso no podía ser así, y que en algún momento las cosas mejorarían. Pero los minutos comenzaron a transcurrir y nada de eso pasó hasta que afortunadamente llegó el final. Para ser mejor comprendido haré un breve resumen de mis impresiones.

La presentadora, no recuerdo su nombre, era forzadamente simpática y respondía a un guión intolerable plagado de chistes sin gracia, chistes que inexplicablemente el público presente festejaba como si hubieran sido escritos por una sociedad integrada por Woody Allen y Groucho Marx. (Los menciono sólo a modo de referencia.) Seguramente ellos -el público- disponía de un libreto en el que estaba indicado reír y reír hasta el agotamiento.

Los números musicales también resultaron lamentables. Cantantes mediocres
con una sirena en lugar de cuerdas vocales convirtiendo el aire en una retahíla de truenos agudos. (¿Es que en Hollywood ya no quedan cantantes? Bueno, creo que no. Bennett, Sinatra, Como, Vaughan, Fitzgerald -para citar sólo a algunos, están muertos u olvidados, hasta como referencia.)
Siguiendo con la música. La orquesta de otros años -aquella que tampoco era la Sinfónica de Berlín, pero bueno- también había desaparecido. Había otra. ¿Pero había otra?)
Sí, existía un grupo que emitía sonidos, si a ese ruido se le puede llamar sonidos.

Tuvimos la presencia de un pilar como Ennio Morricone cuyos oídos debieron soportar el castigo infringido por Celine Dion con su voz plañidera, acuosa y monótona interpretando una de sus canciones. Es obvio que el señor Morricone, autor de la gloriosa música de "Cinema Paradiso", es además un verdadero intelectual, pero olvidaron llevarle un traductor y de eso tuvo que ocuparse Clint Eastwood con lo mejor de su buena voluntad. Me pareció una descortesía de parte de los organizadores.
Y ni hablemos de los cómicos que desfilaron con sus "afinadas gracias" para generar una alegría imposible.

Tampoco mencionemos a las evocaciones de artistas y films del pasado, hechas a toda velocidad como diciendo "esto es historia antigua, quedémonos con lo bueno que es lo que viene ahora".

Y llegamos a las películas y a los "galardonados". Creo que si exceptuamos a Helen Mirren, casi todos los restantes premiados merecerían una temporada en Alcatraz, suponiendo que decidieran volver a habilitarla.
En cuanto a las películas en sí, para referirse a ellas no existe otra cosa que la piedad del silencio. Probablemente se salve "El laberinto del Fauno" que curiosamente es una coproducción mejicana-española. Y poco, muy poco más.

Es llamativo que un país tan poderoso como Estados Unidos y su capital del llamado Séptimo Arte -Hollywood- hayan podido estructurar un espectáculo así.
¿A qué puede deberse que supuestamente contando con los más avanzados medios económicos y técnicos, con los mejores guionistas, con los mejores actores que ganan millones de dólares, se hayan armado tres horas de una horrorosa visión como la presentada?

Aquí volvemos al principio, es decir, a la explicación. Y la explicación se resume en una sola palabra DECADENCIA. Una decadencia que impide buscar nuevos caminos, separar la paja del trigo, tener el valor de intentar caminos inexplorados.
Lo peor que todos estos señores frustrados son también prácticamente los dueños del cine mundial como de tantas otras cosas. Y nosotros, bueno, desde ahora no yo, los mansos espectadores que pagamos nuestras entradas para ver automóviles que vuelan por el aire, casas que se incendian, gansters malísimos cuidadosamente estereotipados en base a películas que tienen más de cuarenta años y estúpidas comedias de contenido supuestamente erótico.

Desgraciadamente, aunque estos "creadores" me contradigan, el cine es una expresión cultural, y la cultura, desgraciadamente lo sabemos, no se compra en los supermercados ni está contenida en las grasosas hamburguesas.

domingo, enero 28, 2007

El viaje a Deba

(Como cualquier otro relato, este puede ser leído por cualquier
persona. Pero es muy probable que los descendientes de vascos
-y muy especialmente quienes viven en Euskadi - le encuentren
un sentido especial. Aunque como ya dije es para todos, a ellos les
va dedicado muy especialmente.)

El viaje a Deba

1

Cuando llueve torrencialmente sobre una ciudad marítima, el agua cae con una potencia que es desconocida en las urbes mediterráneas. Me complace fantasear pensando que las nubes, envidiosas del vigor de las olas, quieren imitarlas lanzando su carga con esa fuerza irresistible. Esta competencia de los elementos se acentúa cuando el mar es tan bravío como el Cantábrico, que no cesa de exhibir su incansable fiereza para estimular los alcances de tan singular rivalidad. Jugaba con la idea al alejarme de la costanera, cuando se reiteraba el enfrentamiento y la lluvia dejaba caer su intenso telón a mis espaldas, pretendiendo aunque más no fuera por unas pocas horas, privar a la ciudad de su paisaje predilecto. Antes de despedirme del espectáculo, pude ver cómo el mar intentaba una última jugada riesgosa sobre el tapete de la arena. Atenuada su encrespada ferocidad por los brazos afectuosos de la bahía, las aguas serían absorbidas sin contemplaciones y la poca que quedara a salvo tendría que esperar la revancha en un próximo día, como hacen los jugadores empedernidos.
Había pasado largas horas apoyado en la blanca baranda enrejada, mirando alternativa- mente los contornos de la Isla de Santa Clara, que un poco a mi izquierda parecía flotar con su base aferrada a un ancla gigantesco; y el medio perfil del Monte Urgull, en exacta línea recta con respecto a mi posición.
Aunque provenía de otro país, esas expresiones de la geografía de San Sebastián me parecían extremadamente familiares, pero eso no hacía más que corroborar mis inquietudes. Había llegado hasta allí para rastrear las precisiones de un pasado desconocido, y ese primer día, imaginé que alguna revelación o al menos una indicación mínima llegaría navegando en el acompasado ritmo de las olas. Al obligarme a dejar la costa, la tormenta acababa de frustrar mi equivocado propósito, porque sólo los poetas son capaces de captar los mensajes del mar, de las caracolas y de sus habitantes más secretos. Probablemente mi búsqueda estuviera motivada por las desesperantes frustraciones de los últimos meses. Pero más que eso, aparecía una comprobación a la que no titubearé en calificar como sobrenatural: había dejado de ser yo para convertirme en otro, y aunque la transformación no era permanente ya que había cierta alternancia en los roles, el pasado que pretendía hurgar pertenecía a la persona cuya identidad tomaba a ratos. Oponía a mi descubrimiento y a las innumerables lucubraciones que emanaban de él, toda la tenacidad de mi inteligencia. Pero no era suficiente, porque resultaba innegable que la transmutación se había efectuado y actuaba sobre mí como si me hubiera sojuzgado, a tal punto, que había conseguido que yo estuviera allí. Esto tal vez era lo más razonable de todo, ya que ese viaje aparecía como la única manera de explicarme las causas de lo que estaba sucediendo. Pero cuales- quiera fueran los recursos a que echaba mano, estaba en la incómoda posición de ser al mismo tiempo testigo y protagonista, ignorando cómo y porqué a ratos era uno y a ratos otro.
Llegué hasta la calle San Martín cuando se encuentra con Manterola y doblé a la izquierda. En verdad no tenía un rumbo preestablecido y me sentía un duende que responde a designios misteriosos en los que no tiene ninguna posibilidad de influir, y mucho menos de modificar. Ya tardecía, con esa disposición prematura que el invierno impone a la duración de cada día, y aunque todavía no habían dado las seis de la tarde, el calendario obligaba a la oscuridad a hacerse cargo de la escena. El proceso que había iniciado más temprano en la bahía comenzaba a fermentar en mi cabeza. Lo presentí al descubrirme explorando perdidas memorias de mi infancia, pero nada estaba tan absolutamente definido como para determinar si se trataba de mi infancia o la de otro. Alguna pista ante esta duda la daba al verme con pantalones demasiado largos para ser cortos y demasiado cortos para ser largos. También lo hacía la imagen de ese recuerdo infantil, donde en mi cabeza aparecía un gorro de marinero con una cinta azul. Era moda para niños de fines del siglo pasado, cuando yo todavía no había nacido. Seguramente, la calle no era el lugar más apropiado para encontrarme con las siluetas de un tiempo que no me pertenecía. Pero también es cierto, que ese mismo tiempo no reconoce lugar ni oportunidad para presentarse -en eso, es tan desconsiderado e impuntual como la muerte- y cuando lo hace, nos puede regalar paraísos de belleza, y paralelamente o antes o después, imágenes tan horribles que sería preferible no ver. Pero estaba allí, y era difícil, además de tarde, evitar el desafío de lo que deliberadamente había ido a buscar. Al fin era yo, o mejor dicho, el otro, o tal vez los dos, comenzando a observar lo que había ocurrido. Para bien o para mal, se veía todo tan nítido como sólo suele mostrarlo la inefable crudeza de la realidad. Allí estaba yo en esa casa desconocida, cuando apenas tenía cuatro años. Mi madre moría junto a un médico de lúgubre chistera, y después, también yo, escalando los montes cercanos y oliendo las encinas, los robles y los castaños, corriendo, corriendo, para escapar de aquel dolor insoportable. Un poco más tranquilo, me detuvo el relieve de los pinos interminables, más allá de mi pueblo, y el mar cercano se abrió como un oído propicio para escuchar mi sufrimiento. Me rescataron de esas angustias las cariñosas figuras de mis abuelos, para introducirme en una educación cargada de afectos. Ellos animaron a mi timidez para colocarme en el centro de los días de fiesta y celebración, haciendo que entre los colores de su música, descansara la constancia del estudio tenaz y juicioso. Entre sus infinitas ternuras también transcurrió mi adolescencia, hasta que otra vez vino una noche la muerte para convocarlos a su territorio silencioso. Todo comenzó a perder sentido, y mucho más, cuando mi padre dispuso que viajara a una gran ciudad para completar mis estudios. Sentí que mi vida apenas sostenida por un manojo de recuerdos se quebraba en dos. Atrás quedaba un tiempo milagroso animado por gente y paisajes que tenían las misma textura, la misma dureza metálica y el alma idéntica de delicada espuma. No tuvo que apresurarse el calendario para que fuerzas inesperadas acentuaran aquellos sentimientos y terminaran con mi mundo, cuando me colocaron en el enorme barco en que navegaría hacia América. Entonces me despedí de los bosques y de los ríos, de los peces transparentes y de las mareas formidables. Soñaba con que esa fuera una separación transitoria pero acabó por convertirse en definitiva. (Cuando percibí que la voz iba tomando el tono de una larga confidencia, descubrí que no era la mía, aunque continué escuchándola con atención.)
-Llegué al otro lado del Atlántico -adonde naciste- y conocí los quebrachales y los caminos tan duros como ellos, y conocí amor de mujer, y lo más maravilloso de todo, conocí una nueva familia.
¿Quién me hablaba? Volvía a ser yo cuando mi pregunta se erguía valerosa al advertir que alternativamente, éramos dos los que nos expresábamos, que en ese instante era yo pero que poco después, volvería a ser el otro destejiendo un relato que me parecía haber escuchado alguna vez.
-Después vinieron años difíciles con su acumulación de desencantos y de supuestos amigos con memoria de algodón.
-Ay Papá, si hubieras vuelto a España llevándome contigo.- Me escuché decir en voz alta.
No pude ver su cara porque su cara estaba dentro de mí, pero sabía que me miraba con una tristeza que jamás había imaginado en sus ojos. Entonces buscando la lógica de un consuelo, agregué:
-Sí, ya sé, estaba la guerra.
La respuesta llegó desde la voz amortiguada, pero tan nítida como si quién hablara estuviera a mi lado.
-Y también ustedes, mis hijos. Era imposible regresar con todos. Aunque hubiera sido maravilloso, ¿no es verdad?
“Pobre vasco que quiso olvidar sus sueños”, pensé pretendiendo que en medio de aquella milagrosa simbiosis, no me había escuchado. Pero lo había hecho.
-¿Y quién te ha dicho que los he olvidado? Todavía caminan por la Alameda, están en la tienda de Arriola, en la Plaza seca cerca de la iglesia donde me bautizaron, en la vieja estación del ferrocarril.
La voz y la calle quedaron en silencio. Todo había sucedido, si es que había sucedido, en el escaso recorrido de media cuadra. Seguí adelante y al pisar la esquina que enfrentaba la plaza Zaragoza, descubrí el Juan Sebastián Bar, un rincón empeñado en ser moderno sin desentonar con el delicioso estilo art noveau de la ciudad. Allí me reanimaron rápidamente el ambiente tibio, un café muy cargado, una copa de Osborne, pero más que nada, contemplar a una hermosa muchacha rubia de ojos celestes, que compartía la mesa vecina y una tetera con su amiga tan bonita como ella. Estaban muy próximas y resultaba imposible no escucharlas. Eso me permitió saber que con juvenil entusiasmo daban los últimos retoques al plan de excursión del día siguiente, que afortunadamente para ellas, sería domingo. Así me enteré que pensaban visitar Deba, distante sólo cuarenta kilómetros. El nombre de ese pueblo debió haber sacudido algún anaquel polvoriento de mi memoria, porque luego de pedirles disculpas por mi intromisión, les requerí información sobre su punto de destino.
Considerándome un turista -al cabo lo era- mi curiosidad no les llamó la atención, y amablemente me contaron que se trataba de un pequeño pueblo marítimo muy tranquilo, aunque aclarando con rigor propio de experimentado cicerone que no era demasiado diferente a cualquier otro de Guipúzcoa. Sin embargo destacaron que tenía una hermosa iglesia -creían que del siglo XVI- buenos lugares para comer y una playa serena, observación esta última que les hizo reír con candor, cuando cayeron en cuenta que una playa en pleno invierno no constituía un atractivo demasiado especial.
-Pero puede usted caminar por la arena y mirar el mar, si le apetece, claro.- Dijo una de ellas tratando de enmendarse.
Queriendo corresponder a su delicadeza le respondí que el mar era uno de mis espectáculos favoritos. Luego nos despedimos con simpatía y volví a la calle. La lluvia densa se había convertido en una tenue llovizna. Hubiera podido abordar un taxi pero preferí caminar. El hotel estaba cerca y el agua me recorría la cara como una tenue caricia.

2

Descendí del autobús poco después de la arcada que señala la entrada del pueblo. Más allá, el Hotel Miramar cerraba sus ventanales al viento, y una breve escalera de granito conducía hasta la arena. La mañana pretendía evaporar las nubes y convertirse en una claraboya luminosa, pero el mar mostraba espasmódicos movimientos de intranquilidad, acaso descontento por la repetición de una suerte adversa. Comencé a acercarme a la orilla entre las huellas de la marea nocturna y dejé que mi vista volara, primero hacia los montes que se asomaban como si fueran una plataforma, y después, hasta el horizonte lejano. Nombres y lugares recorrían mi cabeza como pájaros desorientados que han perdido el rumbo, y tratan desordenadamente de recuperarlo. A mí me había ocurrido lo mismo buscando definir exactamente quién era, pero en ese momento estaba seguro de haber llegado a destino. La confusión había terminado -o estaba muy próxima a hacerlo- porque ese era el pueblo y yo estaba allí. Posiblemente había llegado el momento de comprenderlo todo, pero resultaba riesgoso sentirse victorioso. La voz depositada en mi interior había callado, dejándome la incierta sensación de estar solo y desprotegido, pero el paisaje se empeñaba en mostrarse amigable tomando a cada instante mayor relieve, como lo hace una fotografía al revelarse, cuando los ácidos comienzan a definir la imagen, primero tímidamente, pero insistiendo en su empeño hasta tornarla definitiva. Por eso empecé a sentir que si bien era la primera vez que estaba allí, en realidad nada se presentaba como absolutamente nuevo. Terminó por parecerme que había regresado a una playa adonde había estado el día anterior, y el anterior, y el anterior, a lo largo de toda mi vida. Como si empuñara un bisturí, me hundí en la parte más recóndita de mi propio ser, pretendiendo que el otro emergiera y apartara las dudas y los temores que subsistían. Pero sólo respondió el silencio, de inmediato destruido por el rumor del viento que crecía vaticinando una nueva tormenta. Debo haber pasado mucho tiempo redoblando el intento, hasta que mi desesperación -o tal vez mi angustia- hizo estallar una forma de furia, ignorada hasta entonces. Fue cuando grité, grité como si la soledad, la injusticia, el olvido, la desaprensión, la maldad y la ingratitud que me habían venido persiguiendo, huyeran de mis pulmones con el prodigio de aquel grito.
-¿Adónde estás? ¿No somos dos acaso?
Nadie me contestó, pero sentí la presencia de una compañía. Miré toda la playa que permanecía tan solitaria como a mi llegada, pero alguien estaba allí. Sí, lo confirmé cuando sentí en mi brazo derecho un calor afectuoso, como si lo oprimieran con cariñosa firmeza. Recién entonces percibí que la ansiada voz reaparecía, pero lo hacía cada vez más lejos, y cada vez más lejos a medida que hablaba.
-Estás solo o puedes creer que estás solo, pero esta es Deba, tu patria. Y aunque dejes de escucharme, porque seguramente dejarás de escucharme muy pronto, nunca te quedarás sin mi compañía. Y estaré a tu lado aunque no me veas ni me oigas, porque tampoco es bueno para ti que alguna de las dos cosas ocurra. Y por último hijo, desde hoy serás tú y yo seré en tu mente y en tu corazón la memoria de tu padre. Te confieso que no me parece poco, es más, visto desde donde yo lo veo, es como un premio, más que un premio. Pero recuerda, serás sólo tú, y lo que seas capaz de hacer sin la ayuda de nadie.


Las dos muchachas habían colmado su modesto deseo de distancias cuando llegaron a la arcada, allí, en la entrada de Deba. Ellas descubrieron al viajero con el que habían conversado en el bar la noche anterior, sorprendiéndolo en el preciso momento en que comenzaba a alejarse de la orilla. Después, les pareció comprobar que con el mismo dominio de la situación que si fuera un habitante más del lugar, se encaminaba hacia el interior del pueblo. Pero lo que más llamó su atención, fue descubrir que junto al desconocido marchaba un anciano cuyo perfil de la vieja boina, era el dibujo más clásico y perfecto que se podía hacer de su raza. El anciano, muy anciano, todavía lo llevaba tomado del brazo derecho, cuando se perdieron por la senda de la Alameda.