viernes, septiembre 22, 2006

Dulce gato de mi corazón (Pretexto para un ensayo trivial)

Si ahora que está en tus manos, has creído que este trabajo pretende limitarse a resaltar las cualidades de los para muchos discutidos felinos, creo que mi obligación es anticipar que no se trata de eso, lo que no quiere decir que buena parte de lo que aquí escribo, no tenga mucho que ver con ellos. Acaso esto se debe a que siempre he pensado que la lectura suele hacerse mucho más amena, cuando a partir de un tema determinado surgen derivaciones que nos conducen a otro y a otro, impulsando a la mente a esos saltos que la rejuvenecen, para luego regresar mansamente, al descanso del cauce original. Por otra parte, las conductas humanas (no siempre elogiables, ni siquiera para quienes quisieran creer que vivimos inmersos en la maravilla) recorren tan sinuosos laberintos, y no necesariamente de a uno por vez, que esto de pasar de un tema a otro, más que un recurso de la mente termina obedeciendo a una lógica inevitable. Pienso que debe ser así y para ello me apoyo en la música. ¿A quién se le ocurriría componer una sinfonía disponiendo de una sola nota? Seguramente a ningún músico por muy avezado que fuera. Anticipándose a las conclusiones, determinaría de antemano que el resultado no podría ser otra cosa que catastrófico.


Se me dirá que entre la música y la literatura hay un ancho mundo de distancia, o más aun, que esa distancia es absolutamente planetaria. Pero no estaré de acuerdo. Considero que las artes son tan dinámicas que permanentemente se funden unas con otras, asistiéndose, combinándose, apoyándose entre sí, como acostumbran a hacerlo los miembros de una buena familia.
No negaré que el asunto tiene sus riesgos, como por ejemplo, -lo he escuchado muchas veces- “que Fulano comienza hablando del campo, o de las estrellas, o de los mares, y luego sus derivaciones y bifurcaciones son tan infinitas, que se acaba sin saber qué es lo que ha querido decir”. Prometo tratar de evitar que ocurra algo de eso, como también prometo ser ameno, a al menos, tratar furiosamente de serlo, que es esta la consideración principal y primera que quién piensa, y además escribe, que debe tener hacia aquellos que se han tomado el trabajo de leerlo. Y ahora, vamos al asunto.
Es creencia divulgada, la que sostiene que el amor a los gatos es expresado casi exclusivamente por mujeres ancianas, viudas y solitarias, cada una en esas condiciones de vida por separado, o bien, todas juntas. Con el apresuramiento que suele tentar a emitir juicios terminantes sobre casi cualquier cosa, también se considera a esas buenas señoras un tanto extravagantes, gracioso término para soslayar la palabra de-mente, que evita recurrir a la de loca -no deja de ser más o menos lo mismo- considerada un poco más dura, y hasta inapropiada para ser utilizada por aquel que se rige de acuerdo a ciertas reglas de cortesía y urbanismo ya casi en desuso.


Cuando en los atardeceres se acercan a los terrenos baldíos o a las puertas carcomidas de viejas casas abandonadas, para dejar allí el alimento a los gatos que se congregan en el lugar, son invariablemente observadas con desconfianza, o con una comprensión que se parece mucho a la lástima. Su actitud en esos momentos, especialmente cuando llaman a los animales con nombres extraños producto de su propia creación, sólo sirve para confirmar lo que se piensa de ellas. Entonces, su esfuerzo humanitario, gravoso y constante, llega a merecer la burla, la desconsideración, y en ocasiones, hasta la afrenta. Pero con todo el respeto que esas caritativas damas me despiertan, no creo que sean las depositarias exclusivas del afecto o la simpatía hacia los gatos. Afortunadamente, muchos los quieren y se ocupan de ellos. Yo mismo, he pasado casi toda mi vida alimentando y cuidando dentro y fuera de mi casa a gatos de todo tipo y color. Los he visto inválidos, contrahechos, débiles y ciegos; también vigorosos, saludables y espléndidos.
La primera experiencia me ha servido para acercarme al dolor y a la insatisfacción, algo más que recomendable si no se agota allí, y en cambio, se proyecta al sufrimiento creciente de todo el género humano.
(Conviene aceptar que los aspectos desagradables de la vida deben asumirse de primera mano. No es una metáfora exagerada afirmar que recién cuando se toca la sangre, se comprende a través de su densidad el significado de muchas cosas.)


La segunda vino a demostrarme cuan pródiga puede llegar a ser la naturaleza, cuando se evidencia en plenitud con toda la fuerza de su generosidad. (Esto no quiere decir que acepte que la naturaleza sea infalible y mucho menos perfecta.)
Conocí al primer gato cuando tenía apenas dos años, y ya grande, con mi mujer, comenzamos a reunirlos con el mismo entusiasmo que si fueran mariposas vitales imprescindibles para el ejercicio de nuestros sentimientos. Aquí comenzará a sospecharse que mis opiniones carecen de imparcialidad, ¿pero qué opinión está regida por ella? ¿Qué hombre, por grande que sea, puede rehuir aquellas cosas que lo han formado, puede escapar de las vivencias que han impregnado su infancia -sobre todo su infancia- su adolescencia y hasta buena parte de su madurez? No pretenderé no ser uno de ellos, porque es malo contar mentiras y mucho más escribirlas, y lo que es todavía peor, cuando los demás ¡y tienen todo el derecho! no están dispuestos a creerlas porque son demasiado inteligentes para hacerlo. De modo que, no seré ni tan petulante ni tan tonto.


Pero volvamos al territorio de los maullidos, para empezar diciendo que es bastante común que se desconfíe de los gatos. Para justificar esa desconfianza se dice que son traidores, interesados y egoístas, habituados a atacar sin previo aviso, y para algunos, hasta poseídos por el demonio. (Esto último vuelve a demostrar que la ignorancia y la mala fe son moneda corriente. En otras palabras, son las mismas motivaciones que conducen al prejuicio.) Esa ignorancia suele ser resultado de la falta de curiosidad, aunque tal carencia, debo admitirlo, no convierte a nadie en un malvado. Tendré esa consideración. Pero no tanta, para afirmar que la curiosidad por el conocimiento -cualquier clase de conocimiento- no es un don demasiado popularizado, y estoy hablando del modesto conocimiento que podemos llegar a poseer sobre la mínima porción de universo que nos rodea.
No deja de ser llamativo que los principales defectos atribuidos a los gatos, se correspondan con rasgos desgraciadamente muy frecuentes en la naturaleza humana. ¿Se tratará de ese fenómeno que los psicólogos definen como proyección? (Me permitiré dejar la respuesta a cargo de la sutileza del lector.)
En mis frecuentes observaciones, nunca comprobé que estos animalitos fueran traidores, interesados o egoístas, y mucho menos, que el demonio tuviera algo que ver con ellos. Pero vamos por partes para entrar en las comprobaciones más reales. Si el gato está de mal humor, lo manifiesta moviendo nerviosamente la cola; si de dispone a atacar, echa ambas orejas hacia atrás, gruñe y hasta adopta una abierta posición de combate. En cuanto a que es interesado, cuando maúlla reclamando su alimento, ¿no es acaso lógico que exprese su urgencia para satisfacer una necesidad que le es vital cuando hasta un ser humano recién nacido lo hace? Admito que es desconfiado -especialmente los no específicamente “domésticos” o mas bien conocidos como “vagabundos”- aunque sabiendo cual es la actitud de muchas personas hacia ellos, considero que hacen muy bien al manejarse con cierta reserva y guardando distancia.


Si por haber conseguido erguirnos en dos piernas, hemos adquirido la condición de reyes de la creación, -cosa que en realidad dudo profundamente porque ese reinado contiene una buena dosis de usurpación- nuestra primera obligación como “seres superiores”, debería consistir en comprender y proteger a las especies que supuestamente están por debajo de nosotros. Y previamente, sería conveniente practicar un ejercicio de humildad, admitiendo que de todas las criaturas vivientes sobre el planeta, ninguna ha sido y es tan criminal, destructiva y depredadora como el Hombre, opinión esta que por lo repetida y casi diría aceptada, se presenta sólo como referencia, ya que no constituye ninguna novedad. (Véase cómo hemos dañado a nuestros semejantes, a otras especies y hasta al mismo clima, siendo especialmente esto último una suerte de auto-suicidio. Por lo tanto, si es cierto que estamos hechos a imagen y semejanza del Creador -vieja afirmación que cuando menos me parece petulante- me duele reconocer que lo hemos dejado en una posición bastante desairada.
Ello no se atenúa presentando como modelos humanos o prototipos de nuestra perfección -o modelos a secas, si se prefiere- como Leonardo, Pasteur, Shakespeare, Miguel Angel, Cervantes, Verdi, Galileo, Lister, Salk, Beethoven, o a cualquier otro benefactor-creador, porque por cada uno de ellos ha habido no sólo un Hitler, Gengis Khan, Stalin o Franco que no actuaron solos, si no con el apoyo expreso o tácito de millones de seguidores tan fanáticos, crueles, ignorantes y cobardes como ellos mismos.


Si se busca la ecuanimidad en el juicio, se debe ante sí mismo bucear hasta saber cuál es la verdadera naturaleza de las cosas, y al mismo tiempo, el origen de aquello que las moviliza en nuestro interior, manejándonos al hacerlo con honestidad y sin ocultamientos. Similar actitud corresponde aplicar cuando queremos internarnos en temas y cosas que desconocemos, aunque más no sea, para evitar que quienes realmente son sabios, nos consideren ignorantes, necios y arrogantes. A este respecto recuerdo una frase que expresa: “Ya bastante malo es ser burro, - con el debido perdón de los burros - para además ser un burro pomposo”. A buen entendedor...
Por supuesto existe, casi ni hace falta que lo diga, el divino derecho de disentir, como también el respeto a las creencias y convicciones de cada uno, pero siempre y cuando, esto hay que advertirlo, sean el resultado de la reflexión y el análisis, y no una serie de ideas que se reciben en sobre cerrado como si se tratara de una herencia, sin que jamás nos hayamos tomado el trabajo de analizar su contenido, y en él, su mérito, su veracidad y hasta su margen de error.


No hace falta exhibir la soberbia de Sócrates cuando afirma “sólo sé que no sé nada” (imaginen, si yo Sócrates -sugiere él- admito no saber nada, ¿qué queda para vosotros, pobres diablos?) para emularlo, conformándose con sacarle el cuerpo a la verdad. Y no me refiero a las “verdades reveladas”, de las que desafortunadamente parecen quedar muy pocas. Hablo de la hondura misma donde descansa -aunque a veces parezca dormitar- la auténtica sabiduría, allí donde con ponderación y buen criterio, se originan las opiniones más certeras y desapasionadas.
Si los que aparentan saber más, futurólogos y opinadores de ocasión -insisto en la palabra “aparentan”- aplicaran este principio, nos hubiéramos evitado tener que soportar sus afirmaciones carentes de sentido, esas a las que sólo puedo calificar como parrafadas, recurriendo a todo el rigor de la lengua española, no tanto por lo que dictamina el diccionario sino por el significado que popularmente se le da, cuando tratan de endilgarnos sus patrañas para convencernos de que nos encontramos ante “el fin del la historia”, “la muerte de las ideologías” o de que determinada circunstancia social, económica o política “nunca volverá a repetirse”.
Si bien estoy utilizando estas cuestiones como ejemplo de lo que vengo comentando, me parece tan obvio el error de las formulaciones puntualizadas, por más que quienes las emiten dispongan de estrados filosóficos o universitarios, que no alcanzo a comprender qué es exactamente lo que se proponen, si es que dejo de lado, claro está, el afán de notoriedad, o desde una perspectiva más ramplona, la simple vanidad por trascender para ganar dinero. Analicemos brevemente la cuestión, para que el asunto no quede simplemente en una disidencia producto de la oportunidad. No hace falta ser un erudito para saber que la Historia, si por algo se caracteriza, es por su casi mágica capacidad de repetirse cíclicamente, cosa que viene ocurriendo desde que se tiene memoria de los tiempos. Errores políticos, económicos, sociales y militares, para citar sólo algunos aspectos, se reiteran con pasmosa similitud a lo largo de los siglos. Entiendo que aportar ejemplos específicos, sería insultar los conocimientos y la capacidad intelectual del lector, ya que abundan de tal manera que resultaría aburrido repetirlos.

En cuanto al “fin de las ideologías”-algo parecido al ya mencionado fin de la Historia- creo que tan aventurada afirmación confunde las infinitas mutaciones que precisamente se producen en esas ideologías, posiblemente originadas en la tozudez del hombre, aplicada a encontrar nuevos rumbos y nuevas formas que le den reales o ilusorias soluciones a su infortunio.
Admitamos que es cuando menos una temeridad, analizar y encontrar explicaciones a los hechos de la humanidad, cuando se los contempla a escasa distancia. No basta que hayan transcurrido un año o dos, para evaluar un hecho histórico acaso se requiera cuando menos más de medio siglo. Observo algo parecido con las cosas “que nunca se van a repetir”. Se puede dudar de la veracidad de los refranes que muchas veces terminan contradiciéndose entre sí, pero es sabido que “el hombre es el único animal que suele tropezar dos veces con la misma piedra”. Sobre esto también abundan los ejemplos, y no voy a recurrir a ellos por las razones que ya he citado.
Termino recapacitando en la posibilidad de haber caído en el error, precipitado precisamente por mi afán de no equivocarme.


No dejo de advertir que mientras escribo, el gato que me acompaña se ha quedado dormido en el sillón que ocupa frente a mí. Menos mal. No quisiera que con la capacidad mágica que se le asigna, haya estado leyendo mis pensamientos, hasta sospechar que lo he utilizado junto con sus congéneres como pretexto para endilgar mis ideas desordenadas a un futuro lector.
“Mientras descansas quedemos en paz amigo gris y blanco, “nupcial / sultán del cielo / de las tejas eróticas”, como decía el viejo y querido Pablo Neruda”.

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