Desde el Becerro de Oro hasta aquí, tal vez desde antes, nos ha animado la necesidad incontenible de recurrir a la adoración de nuevos y cambiantes dioses. Porque naturalmente no podía ser de otra manera, surgieron -crueles, bondadosos, vengativos, en fin, de todo tipo- desde los inesperados movimientos que se mueven en los inescrutables subterráneos de la historia, sin exhibir el mismo mérito -y esto tiene mucho que ver con el atractivo- para todos los seres humanos, pero en cualquier caso, alcanzando con su bien documentada seducción a millones y millones de personas.
Pero hubo otras “divinidades” que en determinadas circunstancias ocuparon y ocupan roles propios de un dios. De la agobiante y larga nómina que fueron componiendo, tomaré sólo algunos ejemplos aislados, como las vacunas (1), el psicoanálisis (2) y el comunismo (3), que según lo asumimos, venían, cada uno de ellos, a preservarnos, o a su manera, a salvarnos de la muerte, de la neurosis -cuando no de la locura- o de la injusticia. En este último caso, para terminar por siempre con “la explotación del hombre por el hombre”.
Más recientemente ocupó el altar de todas las adoraciones, y esto ya es mundialmente mayoritario, la televisión. Mientras se acomodaba en su sitial, también después -todavía continúa haciéndolo-, creó y destruyó mitos, mientras que detrás del pretexto de la cultura y la comunicación terminó urdiendo como quién maneja un hilo venenoso una forma de realidad que se convirtió en mucho más que la realidad misma. Me refiero a la realidad “irreal” en que la mayoría quisiera vivir, creyendo que con ese recurso olvida y posterga las palpables urgencias de su propia vida, sean ellas producto de la emotividad o de la necesidad material.
Aun permanece muy segura en el altar que probablemente nunca abandonará, mientras sus acólitos -nosotros- continuemos dominados por la férrea estructura de nuestra mediocridad y de nuestra ignorancia, cosa que a estas alturas me parece tan des-consoladora como inevitable. Pero esto no era aun lo peor. Para contrariar a aquellos que siempre creen que está todo dicho, este maravilloso Olimpo de nuestras devociones estaba dispuesto a dejar lugar lugar a otra divinidad: la computación. Pariente lejana o no tan lejana de la televisión, en muy poco tiempo -para el reloj de la eternidad, diría que en segundos- se convirtió en el centro de nuestra existencia. Desde sus inescrutables chips acabó por determinar lo que puede o no puede hacerse, y además, cuándo y cómo debe ser ejecutado, por supuesto siempre se cuente con la autorización precitada, cosa que frecuentemente no ocurre. En otras palabras, prácticamente no hay actividad humana que sea concebible sin su participación.
Hasta los educadores le abrieron las puertas de su aprobación, entronizando a las computadoras con sacro respeto en las aulas, y también aplicando en el caso una devoción que no dedicarían a Copérnico, Da Vinci, Newton o Kant -para dar sólo unos pocos nombres- suponiendo que los mencionados tuvieran la posibilidad de visitarlos en sus colegios.
Sin embargo, han surgido opiniones bastante contradictorias. “Antes pensaba que la tecnología podía ayudar a la educación, y por eso entregué a las escuelas más equipos de computación que cualquiera en el planeta. Sin embargo, llegué a la inevitable conclusión de que el problema no se soluciona con tecnología. El problema es político. El problema es socio político”.
Las palabras en negrita y colocadas dentro del encomillado pertenecen a Steve Jobs (4), y por la jerarquía y los antecedentes de quién las pronuncia deberían ser tenidas muy en cuenta.
Muchos, muchísimos de nosotros -acaso debería decir “los más ilusos”- también estuvimos esperanzados en que la tecnología contribuiría decididamente al advenimiento de un mundo mejor. Creo con dolor que nos hemos equivocado. Como dice Jobs, el problema global es sin duda socio político, lo que lo convierte todavía en algo mucho más complicado. Lo afirmo porque es llamativo que los políticos aun no se hayan dado cuenta de su existencia -aquí y en el resto del mundo- y en lugar de luchar por un puesto protagónico en la batalla para cambiar las cosas, insistan en ocuparse de sus estúpidas rencillas, para asegurarse un poder que no es más que una ilusión, porque no han descubierto -o fingen no haber descubierto- que las gran-des empresas multinacionales determinaron que en realidad, son exclusivamente ellas las dueñas de la vida y la hacienda de la humanidad. Y que a lo sumo, podían necesitar ge-rentes, pero nunca asociados. En defensa de esa posición, fueron capaces de provocar guerras y hambrunas aquí y allá, mientras asolaban la ecología hasta el extremo de exterminar definitivamente diferentes especies de la vida animal y vegetal, y al mismo tiempo, dejaban en severo peligro a todo al resto de vida animal y vegetal, nosotros incluidos.
En tanto, en las escuelas y universidades se han seguido declamando bellas máximas en favor de la democracia, la libertad y la justicia -muchas veces ni siquiera eso-, mientras en las iglesias se cantan las reiteradas alabanzas a la gloria del Señor, un Señor que por su sordera sólo es concebible si se toma al pie de la letra la doctrina de la Iglesia referida a que el Universo es apenas un lugar de transición, y en la televisión -es imposible no volver a ella- se insiste en difundir un producto que no es exclusivamente resultado de la incapacidad e ignorancia de productores, libretistas y actores -ni hablemos de los noticieros muchas veces urdidos como si fueran una película- sino más que nada, de nuestra propia estupidez al prestarles atención, una estupidez que sin duda ayudan a consolidar.
Por encima de todo este tinglado se ha montado una suerte de supra escenario magníficamente iluminado, donde se desarrollan acciones de las que supuestamente estamos participando. Allí vemos y escuchamos con devoción o sin ella, las promesas generalmente producto de avances de la tecnología, o de los desbordes de una bien manejada imaginación, relacionadas con todas las maravillas de los tiempos que nos esperan. Esto se parece mucho a la vieja historia del pobre burro que a pesar de tener la zanahoria muy cerca, continúa sometido a la absurda esperanza de alcanzarla, en tanto continúa dando vueltas hasta morir encadenado a la noria
Si tomamos la afirmación de Adam Smith referida a que “no puede haber una sociedad floreciente cuando la mayor parte de sus miembros son pobres y desdichados”, comenzaremos por comprobar que de toda su obra, no es precisamente esta la teoría que los economistas hayan tenido en cuenta aunque más no fuera como una referencia lateral, prefiriendo, como realmente ocurrió, servirse de aquellas que mejor convenían a los intereses del sector al que pertenecían o al que representaban. Sería torpe intentar una generalización desde la definición precedente, pero es una referencia que no puede omitirse ni desperdiciarse.
Por último, queda a los optimistas -esos seres envidiables- abrigar alguna esperanza con respecto a lo que habrá de depararnos el futuro. Lamentablemente no tengo razones para acompañarlos en su fe. Y no las tengo, por la influencia de esa temible actitud llamada razonamiento. Veamos qué surge de el.
A partir del Renacimiento -si como punto de partida tomamos arbitrariamente ese momento de la historia- hubo atisbos esporádicos que parecían anunciar una evolución favorable en el decurso de la humanidad. Las artes y las ciencias y hasta los giros de la política, parecían impulsar al mundo hacia adelante. Entonces, lo porvenir insinuaba una promesa dorada, un tiempo casi inmediato que valdría la pena vivir. El mundo se convertiría en un paraíso y sus bondades estarían al alcance de todos. Pero con ese estado de cosas se entremezclaron las más despiadadas formas de la violencia, detrás de las cuales generalmente se escondía una salvaje ambición de poder y dinero. O de dinero y poder, que es lo mismo.
Con el correr de los siglos -primera y segunda guerra mundial de por medio- las cosas no solamente no han mejorado sino todo lo contrario. Corea y Vietnam por un lado, las terribles luchas intestinas, terrorismo guerrillero y de estado, junto a salvajes represiones y al advenimiento de gobernantes ineptos y corrompidos en América Latina, y la relativamente reciente caí-da del Muro de Berlín, con su secuela de trágicos sucesos que permanecen sometidos a una cruel ley de nunca acabar, como los ocurridos en la antigua Yugoslavia y Chechenia. Había llegado “el fin de la Historia”, afirmación que ganó ignorantes adeptos entre todos aquellos siempre dispuestos a reverenciar lo nuevo aunque no se trate más que de una extravagante torpeza. En ese mismo momento, se acentuó el desolador cuadro trágico ya descrito que muestra a un cuarto de la humanidad padeciendo de hambre, sumergido en la ignorancia y sufriendo enfermedades a las que no tiene cómo enfrentar, mientras arrastra las condiciones de su vida por el fango de lo decididamente infrahumano.
No están demasiado mejor las cosas en el primer mundo y en lo que podríamos llamar “países intermedios”. En unos y otros se observa una desocupación feroz a la que ya parece imposible encontrar remedio, pero con señales tan depravadas como la que hace poco tiempo indicó la Bolsa de Nueva York, donde las acciones perdieron valor cuando el índice de desempleo decreció de una manera ínfima.
Esta absoluta falta de solidaridad -o dicho de manera más específica, esta pretensión de vivir mejor a costa de las necesidades, y lo que es aun más terrible, hasta de las indigencias ajenas- presentada con el más vergonzoso desparpajo, unida al detalle somero que acabo de realizar poco antes, es otro de los ángulos que tomo como referencia para confirmar el peor de los pronósticos.
Mal que nos pese, acaso tengamos que coincidir con Nietzsche, cuando afirma que “la tierra tiene una piel, y esa piel tiene enfermedades. Una de esas enfermedades se llama hombre”.
Lamentablemente ya no quedan Quijotes en este mundo, pero aun si apareciera alguno, tendría que conformarse con la misión que le confió Unamuno, es decir, “Clamar, clamar en el desierto”. En ese desierto, pienso yo, en el que permanecería aislado cuando no encerrado por el resto de sus congéneres, comprometidos en concretar como si se tratara de una alegre misión la destrucción que nos espera.
Pero para que todo lo dicho no sea interpretado como definitivamente poco constructivo, diré que mi deseo hubiera sido muy otro, simplemente, me ha impedido mejor fortuna el haber-me guiado por los indelebles signos de la historia, pasados y presentes. Ellos son los causantes de todo este aquelarre, y no yo, el simple “mensajero” que observa con dolor, el no demasiado lejano precipicio que nos espera tarde o temprano y al que seguramente por imperio de la biología, no tendré la desgracia de contemplar. Esta última afirmación puede sonar excesivamente dramática, no por eso, desgraciadamente, deja de ser sincera.
(1), (2), (3) Ninguno de los tres ejemplos encierra un juicio negativo en sí mismo, ya que se pretende simplemente observar cuales han sido nuestras reacciones ante ellos.
(4) Steve Jobs es el creador de la computadora Macintosh de Apple. También ha fundado los estudios de animación Pixar, donde se realizó Toy Story, primer largometraje de la historia animado por computadora.
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