He contemplado azorado por televisión el estado en que se encuentra la ciudad de Nueva Orleáns. Siento como algo verdaderamente vergonzoso que después de un año del terrible huracán que la azotara, el Gobierno Federal no haya hecho absolutamente nada en beneficio de una pronta reconstrucción. Esa es la gente que tiene el descaro de señalarle al mundo
como debe vivir y que rumbo debe tomar. Naturalmente, todo en nombre de una democracia
que no existe en la realidad.
lunes, agosto 28, 2006
miércoles, agosto 23, 2006
Pequeño gran tema
El tema que me dispongo a tratar tiene muy poco de profundo y todavía mucho menos
de literario, pero hace varios días que está dando vueltas a mi alrededor y me gustaría compartirlo, de ser posible, hasta recoger opiniones.
En los últimos tiempos, tal vez debería decir en los últimos años, la industria láctea ha desarrollado un verdadero bombardeo proclamando los beneficios de muchos de sus
productos. Yogures, postres, etc. etc. parecen tener un contenido mágico que es indispensable para crecer, para mantenerse joven o para volver a serlo.
Muchísimas personas llegaron a la madurez y todavía más allá sanos y salvos, sin otro
recurso que una alimentación normal que no hacía necesario recurrir a estos modernos
elixires, sin los cuales -al menos así lo informa la publicidad- estaremos condenados nosotros, nuestros hijos y nuestros nietos a sufrir todo tipo de agresiones sobre nuestra salud.
Yo me he dedicado a la publicidad durante cuarenta años, y siempre supe que infundir te-
mores podía traer buenos resultados. Pero también se me enseñó, y tuve la suerte de contar
con excelentes maestros, que sembrar miedo y dudas no es un recurso leal para convencer
a nadie sobre los méritos de los productos que le ofrecemos.
Termino lanzando mis bendiciones al café con leche, pan, manteca y a veces hasta un poco
de mermelada. Mi madre, y seguramente todas las madres de otros tiempos, comprenden
perfectamente lo que he querido decir.
de literario, pero hace varios días que está dando vueltas a mi alrededor y me gustaría compartirlo, de ser posible, hasta recoger opiniones.
En los últimos tiempos, tal vez debería decir en los últimos años, la industria láctea ha desarrollado un verdadero bombardeo proclamando los beneficios de muchos de sus
productos. Yogures, postres, etc. etc. parecen tener un contenido mágico que es indispensable para crecer, para mantenerse joven o para volver a serlo.
Muchísimas personas llegaron a la madurez y todavía más allá sanos y salvos, sin otro
recurso que una alimentación normal que no hacía necesario recurrir a estos modernos
elixires, sin los cuales -al menos así lo informa la publicidad- estaremos condenados nosotros, nuestros hijos y nuestros nietos a sufrir todo tipo de agresiones sobre nuestra salud.
Yo me he dedicado a la publicidad durante cuarenta años, y siempre supe que infundir te-
mores podía traer buenos resultados. Pero también se me enseñó, y tuve la suerte de contar
con excelentes maestros, que sembrar miedo y dudas no es un recurso leal para convencer
a nadie sobre los méritos de los productos que le ofrecemos.
Termino lanzando mis bendiciones al café con leche, pan, manteca y a veces hasta un poco
de mermelada. Mi madre, y seguramente todas las madres de otros tiempos, comprenden
perfectamente lo que he querido decir.
lunes, agosto 21, 2006
Bartxola
Yo no sé si continúa siendo cierto aquello de “pinta tu aldea y pintarás el mundo”, porque el tiempo nos ha venido cargando de escepticismo. Además, embriagados por la violencia de la realidad, parecería que se necesitara aun más violencia, para que las obras de ficción nos conmuevan. Por eso me pregunto si una historia tan lineal y sencilla como esta, puede resultar de interés para alguien. Para comprobarlo, vale la pena correr el riesgo.
Me tranquiliza pensar que en casi todas las familias, hay anécdotas y relatos de abuelos o de tías o de aldeas, o de amigos de abuelos o de tíos o de vecinos de aldeas cercanas. Esta es una de las nuestras. Es verdad que los años magnifican o empequeñecen los recuerdos -depende de cada uno- por lo que es posible, y a veces hasta lógico, desconfiar de la veracidad de lo que nos cuentan, si se trata de algo acaecido en el pasado lejano. No porque en el narrador exista el propósito de engañarnos, sino porque también para él -como dije antes- el tiempo puede magnificar los recuerdos, y convertir en mito un hecho improbable. Algo así me ocurrió con la historia de Bartxola, pero con el correr de los años, terminé recibiendo la lección que mi incredulidad merecía. No voy a incorporar a este cuento ningún artificio nacido de la fantasía, de modo que para bien o para mal, esto fue lo que le pasó a Bartxola, o si lo prefiere amigo lector, Barchola, ya que lo venía escribiendo en euskera. Creo que allá por 1939 mi padre me refirió por primera vez el acontecimiento, un acontecimiento que me repetiría con la misma puntillosa precisión hasta poco antes de morir.
El buen Barchola vivía en Deva (1), un colorido pueblecito marítimo distante poco más de treinta kilómetros de la ciudad de San Sebastián. Nuestro hombre era peluquero de profesión y músico por afición, ya que tocaba el bombardillo en la Banda Municipal del pueblo. A la vez, tenía una peculiaridad: su tremenda glotonería. Por lo tanto, los días de celebraciones populares, eran esperados por nuestro héroe con una ansiedad más que explicable. (Como se ve, los vascos no sólo no escapan al principio universal de “celebrar comiendo”, sino que lo llevan a sus extremos más excelsos.) En cierta ocasión, se festejaba el día del santo patrono del pueblo, y como correspondía en esos casos, los vecinos enviaban vituallas para el gran banquete. Aunque las familias más acomodadas cargaban con el gasto mayor, cada uno a su manera trataba de aportar algo. Así llegaban a las grandes mesas colocadas en la plaza seca, jamones, morcillas y chorizos producidos en los caseríos vecinos; y pulpos y sardinas, junto a otras delicias del mar Cantábrico. Como era de esperarse, sin demasiada prudencia Barchola acometió contra el alimento, recordando rociarlo con más que generosos tragos de vino y de sidra. Ya pasado largamente el mediodía, la fiesta se prolongaba, mientras nuestro músico-peluquero lindando los bordes del hartazgo, comenzaba a desfallecer. Entonces sucedió algo de lo que el pobre no estaba advertido: anunciaron que se iba a servir el cocido, su plato favorito. De inmediato comenzaron a llegar los enormes y humeantes pucheros cargados de aquella maravilla inesperada. Y conociendo la predilección de Barchola por lo que consideraba un verdadero manjar, amigos y vecinos lo incitaron, alentándolo para que acercara su plato. Pero el devatarra había comido tanto, que ya no tenía capacidad para seguir haciéndolo.
Entonces, ante situación tan frustrante, sólo tuvo fuerzas para una cosa: ponerse a llorar. Y lloró y lloró hasta que entrada la noche, terminó la fiesta. Esta es la historia ingenua, contada casi con las mismas palabras con que yo la conocí. Ya siendo hombre, comencé a preguntarme si realmente todo eso había ocurrido, si mi padre trató de gastarme una broma inocente, y por último, si Barchola, había existido. En esta duda final estaba la clave de todo.
Lo relatado, supuestamente ocurrió recién comenzado el siglo, es decir, más de treinta años antes de mi nacimiento. En 1986, visité por primera vez el País Vasco donde inevitablemente mi sangre me llevó a Deva, paseo que acometía como si se tratara del ritual requerido para visitar un lugar sagrado. Acompañado por mi mujer recorrí el pueblo minuciosamente, deteniéndome en cada negocio, en cada ventana, en cada piedra; visitamos el ayuntamiento y la hermosa iglesia. Luego, culminamos el paseo almorzando en el amplio comedor del Hotel Miramar desde cuyos ventanales se dispone de una soberbia vista de la playa y el mar. Las delicias que nos sirvieron, especialmente el jamón y la merluza frita, me trajeron el recuerdo de Barchola y evoqué con mi mujer la anécdota que ella por supuesto conocía. Finalizada la comida, profundicé la conversación con la dueña del hotel. Era una mujer de aproximadamente cincuenta años, tenía un porte sereno y hablaba agradablemente. Me pareció que no encontraría a nadie más indicado para comprobar la historia y se la referí a la buena señora. Ella me escuchó atentamente y cuando finalicé, me comentó:
-No puedo dar fe sobre lo que Ud. me ha contado, pero sí decirle que en el pueblo tenemos un Barchola, que es peluquero y músico de la banda, donde toca el bombardillo, por lo que veo, igual que su abuelo.
La revelación me produjo una emoción tan grande que estuve a punto de ponerme a llorar y hasta hubiera abrazado a aquella señora, seguro de que iba a comprenderme. Ahora me arrepiento de no haberlo hecho. Puede pensarse que la mía fue una reacción exagerada, pero qué es la vida si no la suma de estas pequeñas piedrecitas que se van encontrando, a veces, por casualidad. En aquel momento, sentí que las aguas del tiempo se habían unido, y que yo, había movilizado las corrientes para que eso sucediera.
(1) Pueblo ubicado en la Provincia de Guipúzcoa aproximadamente a 37 kms. de San Sebastián. De él se dan mayores referencias en mi cuento Un viaje a Deva.
Me tranquiliza pensar que en casi todas las familias, hay anécdotas y relatos de abuelos o de tías o de aldeas, o de amigos de abuelos o de tíos o de vecinos de aldeas cercanas. Esta es una de las nuestras. Es verdad que los años magnifican o empequeñecen los recuerdos -depende de cada uno- por lo que es posible, y a veces hasta lógico, desconfiar de la veracidad de lo que nos cuentan, si se trata de algo acaecido en el pasado lejano. No porque en el narrador exista el propósito de engañarnos, sino porque también para él -como dije antes- el tiempo puede magnificar los recuerdos, y convertir en mito un hecho improbable. Algo así me ocurrió con la historia de Bartxola, pero con el correr de los años, terminé recibiendo la lección que mi incredulidad merecía. No voy a incorporar a este cuento ningún artificio nacido de la fantasía, de modo que para bien o para mal, esto fue lo que le pasó a Bartxola, o si lo prefiere amigo lector, Barchola, ya que lo venía escribiendo en euskera. Creo que allá por 1939 mi padre me refirió por primera vez el acontecimiento, un acontecimiento que me repetiría con la misma puntillosa precisión hasta poco antes de morir.
El buen Barchola vivía en Deva (1), un colorido pueblecito marítimo distante poco más de treinta kilómetros de la ciudad de San Sebastián. Nuestro hombre era peluquero de profesión y músico por afición, ya que tocaba el bombardillo en la Banda Municipal del pueblo. A la vez, tenía una peculiaridad: su tremenda glotonería. Por lo tanto, los días de celebraciones populares, eran esperados por nuestro héroe con una ansiedad más que explicable. (Como se ve, los vascos no sólo no escapan al principio universal de “celebrar comiendo”, sino que lo llevan a sus extremos más excelsos.) En cierta ocasión, se festejaba el día del santo patrono del pueblo, y como correspondía en esos casos, los vecinos enviaban vituallas para el gran banquete. Aunque las familias más acomodadas cargaban con el gasto mayor, cada uno a su manera trataba de aportar algo. Así llegaban a las grandes mesas colocadas en la plaza seca, jamones, morcillas y chorizos producidos en los caseríos vecinos; y pulpos y sardinas, junto a otras delicias del mar Cantábrico. Como era de esperarse, sin demasiada prudencia Barchola acometió contra el alimento, recordando rociarlo con más que generosos tragos de vino y de sidra. Ya pasado largamente el mediodía, la fiesta se prolongaba, mientras nuestro músico-peluquero lindando los bordes del hartazgo, comenzaba a desfallecer. Entonces sucedió algo de lo que el pobre no estaba advertido: anunciaron que se iba a servir el cocido, su plato favorito. De inmediato comenzaron a llegar los enormes y humeantes pucheros cargados de aquella maravilla inesperada. Y conociendo la predilección de Barchola por lo que consideraba un verdadero manjar, amigos y vecinos lo incitaron, alentándolo para que acercara su plato. Pero el devatarra había comido tanto, que ya no tenía capacidad para seguir haciéndolo.
Entonces, ante situación tan frustrante, sólo tuvo fuerzas para una cosa: ponerse a llorar. Y lloró y lloró hasta que entrada la noche, terminó la fiesta. Esta es la historia ingenua, contada casi con las mismas palabras con que yo la conocí. Ya siendo hombre, comencé a preguntarme si realmente todo eso había ocurrido, si mi padre trató de gastarme una broma inocente, y por último, si Barchola, había existido. En esta duda final estaba la clave de todo.
Lo relatado, supuestamente ocurrió recién comenzado el siglo, es decir, más de treinta años antes de mi nacimiento. En 1986, visité por primera vez el País Vasco donde inevitablemente mi sangre me llevó a Deva, paseo que acometía como si se tratara del ritual requerido para visitar un lugar sagrado. Acompañado por mi mujer recorrí el pueblo minuciosamente, deteniéndome en cada negocio, en cada ventana, en cada piedra; visitamos el ayuntamiento y la hermosa iglesia. Luego, culminamos el paseo almorzando en el amplio comedor del Hotel Miramar desde cuyos ventanales se dispone de una soberbia vista de la playa y el mar. Las delicias que nos sirvieron, especialmente el jamón y la merluza frita, me trajeron el recuerdo de Barchola y evoqué con mi mujer la anécdota que ella por supuesto conocía. Finalizada la comida, profundicé la conversación con la dueña del hotel. Era una mujer de aproximadamente cincuenta años, tenía un porte sereno y hablaba agradablemente. Me pareció que no encontraría a nadie más indicado para comprobar la historia y se la referí a la buena señora. Ella me escuchó atentamente y cuando finalicé, me comentó:
-No puedo dar fe sobre lo que Ud. me ha contado, pero sí decirle que en el pueblo tenemos un Barchola, que es peluquero y músico de la banda, donde toca el bombardillo, por lo que veo, igual que su abuelo.
La revelación me produjo una emoción tan grande que estuve a punto de ponerme a llorar y hasta hubiera abrazado a aquella señora, seguro de que iba a comprenderme. Ahora me arrepiento de no haberlo hecho. Puede pensarse que la mía fue una reacción exagerada, pero qué es la vida si no la suma de estas pequeñas piedrecitas que se van encontrando, a veces, por casualidad. En aquel momento, sentí que las aguas del tiempo se habían unido, y que yo, había movilizado las corrientes para que eso sucediera.
(1) Pueblo ubicado en la Provincia de Guipúzcoa aproximadamente a 37 kms. de San Sebastián. De él se dan mayores referencias en mi cuento Un viaje a Deva.
sábado, agosto 19, 2006
El cartonero
Por dentro era una rosa
Y por fuera un caballo fino y puro.
Iba a correr carreras con el viento,
A crecer en el triunfo,
A tener en el belfo una centella,
A erguirse dulce, oscuro,
Deslumbrante, dorado,
En la peana de la victoria,
Con una estrella entre las dos orejas
Y en las crines el soplo de la gloria.
Y amaneció una mañana muerto,
Rígidos los cuatro remos,
Rígido el cuello, terciopelo yerto,
De niebla los dos ojos e intacto su centeno.
Llegó la luz y no le vio siquiera.
Cantando pasó el viento
Con olor de la avena en primavera.
El hombre lo miró y no dijo nada.
Era un caballo muerto
Pero yo me incliné y en su cabeza,
Su cabeza perdida,
Puse un beso.
Juana de Ibarbourou
Dejó de llover a las seis de la tarde, pero una brisa invernal recorría la avenida todavía mojada. Por ella venía lentamente el cartonero con su hijo de doce años, montados en el destartalado carro tirado por el animal que alguna vez fuera un caballo. Inesperadamente el hombre sintió que las riendas parecían aflojarse, luego se tornaron rígidas. Entonces el caballo cayó sobre el pavimento. El cartonero descendió con su hijo detrás de él y se acercaron a aquel despojo que parecía un viejo traje deformado. Todavía con los profundos ojos negros muy abiertos, la bestia se conmovió en algunas convulsiones casi imperceptibles y luego quedó rígida, como si el frío la hubiera sorprendido de improviso para congelarlo súbitamente. El hombre le palmeó el pescuezo y después se sentó en el cordón de la vereda cubriéndose la cara con las manos. Su hijo se le acercó trayendo la pregunta inevitable.
-Viejo, ¿qué le pasó a Ringo?
El cartonero apartó las manos y dejó ver el rostro que desde hacía tres o cuatro días no afeitaba, pero también, las lágrimas que se desprendían de sus ojos como una continuación o un resabio de la lluvia reciente.
-Ringo está muerto Cacho. Y se murió nomás, sin saber que era nuestro motor.
-¿Nuestro motor? - Insistió el chico sin comprender. Su padre siguió hablando como si no hubiera escuchado el requerimiento de su hijo, y fuera él quién necesitaba explicaciones.
-Bueno, yo tampoco lo sabía, o hacía como que no lo sabía. Ahora es tarde para arrepentirse.
Después de su última palabra volvió a cubrirse la cara, como para llorar a solas o para evitarse la imagen desesperada de su caballo muerto, que como había sucedido durante toda su vida, no era nadie.
A dos pasos quedó el hijo del cartonero alternando la mirada entre su padre y el animal, acaso aguardando inútilmente un milagro.
Ninguna persona se acercó. Los transeúntes siguieron por las veredas transitando indiferentes rumbo a sus propias vidas. Y por la calzada, los autos que parecían siniestros carruajes oscuros, continuaron presurosos llevando a sus invisibles pasajeros sin detenerse. Unos hacia alguna cita, otros hacia sus casas, pero la mayoría, camino a ninguna parte.
Y por fuera un caballo fino y puro.
Iba a correr carreras con el viento,
A crecer en el triunfo,
A tener en el belfo una centella,
A erguirse dulce, oscuro,
Deslumbrante, dorado,
En la peana de la victoria,
Con una estrella entre las dos orejas
Y en las crines el soplo de la gloria.
Y amaneció una mañana muerto,
Rígidos los cuatro remos,
Rígido el cuello, terciopelo yerto,
De niebla los dos ojos e intacto su centeno.
Llegó la luz y no le vio siquiera.
Cantando pasó el viento
Con olor de la avena en primavera.
El hombre lo miró y no dijo nada.
Era un caballo muerto
Pero yo me incliné y en su cabeza,
Su cabeza perdida,
Puse un beso.
Juana de Ibarbourou
Dejó de llover a las seis de la tarde, pero una brisa invernal recorría la avenida todavía mojada. Por ella venía lentamente el cartonero con su hijo de doce años, montados en el destartalado carro tirado por el animal que alguna vez fuera un caballo. Inesperadamente el hombre sintió que las riendas parecían aflojarse, luego se tornaron rígidas. Entonces el caballo cayó sobre el pavimento. El cartonero descendió con su hijo detrás de él y se acercaron a aquel despojo que parecía un viejo traje deformado. Todavía con los profundos ojos negros muy abiertos, la bestia se conmovió en algunas convulsiones casi imperceptibles y luego quedó rígida, como si el frío la hubiera sorprendido de improviso para congelarlo súbitamente. El hombre le palmeó el pescuezo y después se sentó en el cordón de la vereda cubriéndose la cara con las manos. Su hijo se le acercó trayendo la pregunta inevitable.
-Viejo, ¿qué le pasó a Ringo?
El cartonero apartó las manos y dejó ver el rostro que desde hacía tres o cuatro días no afeitaba, pero también, las lágrimas que se desprendían de sus ojos como una continuación o un resabio de la lluvia reciente.
-Ringo está muerto Cacho. Y se murió nomás, sin saber que era nuestro motor.
-¿Nuestro motor? - Insistió el chico sin comprender. Su padre siguió hablando como si no hubiera escuchado el requerimiento de su hijo, y fuera él quién necesitaba explicaciones.
-Bueno, yo tampoco lo sabía, o hacía como que no lo sabía. Ahora es tarde para arrepentirse.
Después de su última palabra volvió a cubrirse la cara, como para llorar a solas o para evitarse la imagen desesperada de su caballo muerto, que como había sucedido durante toda su vida, no era nadie.
A dos pasos quedó el hijo del cartonero alternando la mirada entre su padre y el animal, acaso aguardando inútilmente un milagro.
Ninguna persona se acercó. Los transeúntes siguieron por las veredas transitando indiferentes rumbo a sus propias vidas. Y por la calzada, los autos que parecían siniestros carruajes oscuros, continuaron presurosos llevando a sus invisibles pasajeros sin detenerse. Unos hacia alguna cita, otros hacia sus casas, pero la mayoría, camino a ninguna parte.
jueves, agosto 17, 2006
Buscando mayor claridad
Para conseguirlo, voy a transcribir el texto total al que corresponde el fragmento de "About me".
Sin ninguna modestia, creo que este razonamiento realizado es impecable, pero también lamento confesar que no me es en absoluto aplicable. ¿Por qué lo digo? Sencillamente porque he vivido escondido como una rata cuyo manjar favorito eran los libros, gozándolos sin descanso como si se tratara de los cuerpos constantemente renovados de mujeres hermosas, si se me perdona, manera un tanto cruda de expresar lo que suele llamarse placer intelectual. Por lo tanto, llego tardíamente a la definición que hice en un principio, y a mis setenta y cuatro años, aunque arrepentido por no haberlo hecho antes, ya sin demasiadas ganas de poner en ejecución mi propia teoría.
Por si todo esto fuera poco, quiero tener la suficiente valentía como para decir, que ni las hazañas de los héroes ni las perversas acciones de los malvados de la ficción, ni las sublimes visiones y los dorados paraísos de los poetas, me han servido para evitarme cometer los mismos errores que son habituales en el común de los mortales. (No me refiero a errores gravísimos pero sí lo suficientemente molestos.)
En otras palabras, no he sido mejor ni peor de lo que hubiera sido un completo ignorante.
Tampoco las agudas y profundas reflexiones de la filosofía, me han ayudado dándole a mi inteligencia la suficiente elasticidad y profundidad, para prevenirme de las circunstancias adversas, o para ante ellas, actuar con la soltura necesaria y la mesura indispensable -sobre todo sin sobreactuar internamente mis propias angustias para superarlas rápidamente-. Posiblemente, Kant opinaba con mucha certeza al decir que “la utilidad mayor y acaso única de toda la filosofía de la razón pura es, después de todo, meramente negativa, puesto que sirve, no como órgano para la ampliación del conocimiento, sino como una disciplina para su delimitación, y en lugar de descubrir la verdad, tiene sólo el mérito de evitar el error”. En cuanto a evitar el error, lo reitero, tampoco he tenido demasiado éxito.
No se interpreten mis palabras como un aliento para negarse a la riqueza de todos los conocimientos y dejarse sumergir mansamente en la ignorancia. Simplemente, hay que aceptarlo, los libros como muchas otras cosas, no causan el mismo efecto en todas las personas. De la misma forma que un medicamento puede provocar una mejoría mágica y veloz en unos, y pasar absolutamente inadvertida o hasta resultar contraindicado en otros organismos.
Sólo me falta decir que a pesar de todas mis aclaraciones, no he perdido el fervor -acaso debería decir, el amor- por todo lo que significa la pródiga literatura. Y agregar que me permito insistir en recomendar -casi diría en rogar - al menos prevenido y al más avisado, que sigan mi ejemplo y se conviertan sino en ávidos lectores, al menos en periódicos frecuentadores de libros. Es probable que tengan más suerte que yo, y saquen de ellos mucho más que algo para embellecer la memoria e ilustrar el recuerdo.
Sin ninguna modestia, creo que este razonamiento realizado es impecable, pero también lamento confesar que no me es en absoluto aplicable. ¿Por qué lo digo? Sencillamente porque he vivido escondido como una rata cuyo manjar favorito eran los libros, gozándolos sin descanso como si se tratara de los cuerpos constantemente renovados de mujeres hermosas, si se me perdona, manera un tanto cruda de expresar lo que suele llamarse placer intelectual. Por lo tanto, llego tardíamente a la definición que hice en un principio, y a mis setenta y cuatro años, aunque arrepentido por no haberlo hecho antes, ya sin demasiadas ganas de poner en ejecución mi propia teoría.
Por si todo esto fuera poco, quiero tener la suficiente valentía como para decir, que ni las hazañas de los héroes ni las perversas acciones de los malvados de la ficción, ni las sublimes visiones y los dorados paraísos de los poetas, me han servido para evitarme cometer los mismos errores que son habituales en el común de los mortales. (No me refiero a errores gravísimos pero sí lo suficientemente molestos.)
En otras palabras, no he sido mejor ni peor de lo que hubiera sido un completo ignorante.
Tampoco las agudas y profundas reflexiones de la filosofía, me han ayudado dándole a mi inteligencia la suficiente elasticidad y profundidad, para prevenirme de las circunstancias adversas, o para ante ellas, actuar con la soltura necesaria y la mesura indispensable -sobre todo sin sobreactuar internamente mis propias angustias para superarlas rápidamente-. Posiblemente, Kant opinaba con mucha certeza al decir que “la utilidad mayor y acaso única de toda la filosofía de la razón pura es, después de todo, meramente negativa, puesto que sirve, no como órgano para la ampliación del conocimiento, sino como una disciplina para su delimitación, y en lugar de descubrir la verdad, tiene sólo el mérito de evitar el error”. En cuanto a evitar el error, lo reitero, tampoco he tenido demasiado éxito.
No se interpreten mis palabras como un aliento para negarse a la riqueza de todos los conocimientos y dejarse sumergir mansamente en la ignorancia. Simplemente, hay que aceptarlo, los libros como muchas otras cosas, no causan el mismo efecto en todas las personas. De la misma forma que un medicamento puede provocar una mejoría mágica y veloz en unos, y pasar absolutamente inadvertida o hasta resultar contraindicado en otros organismos.
Sólo me falta decir que a pesar de todas mis aclaraciones, no he perdido el fervor -acaso debería decir, el amor- por todo lo que significa la pródiga literatura. Y agregar que me permito insistir en recomendar -casi diría en rogar - al menos prevenido y al más avisado, que sigan mi ejemplo y se conviertan sino en ávidos lectores, al menos en periódicos frecuentadores de libros. Es probable que tengan más suerte que yo, y saquen de ellos mucho más que algo para embellecer la memoria e ilustrar el recuerdo.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)