sábado, agosto 19, 2006

El cartonero

Por dentro era una rosa
Y por fuera un caballo fino y puro.
Iba a correr carreras con el viento,
A crecer en el triunfo,
A tener en el belfo una centella,
A erguirse dulce, oscuro,
Deslumbrante, dorado,
En la peana de la victoria,
Con una estrella entre las dos orejas
Y en las crines el soplo de la gloria.
Y amaneció una mañana muerto,
Rígidos los cuatro remos,
Rígido el cuello, terciopelo yerto,
De niebla los dos ojos e intacto su centeno.
Llegó la luz y no le vio siquiera.
Cantando pasó el viento
Con olor de la avena en primavera.
El hombre lo miró y no dijo nada.
Era un caballo muerto
Pero yo me incliné y en su cabeza,
Su cabeza perdida,
Puse un beso.

Juana de Ibarbourou


Dejó de llover a las seis de la tarde, pero una brisa invernal recorría la avenida todavía mojada. Por ella venía lentamente el cartonero con su hijo de doce años, montados en el destartalado carro tirado por el animal que alguna vez fuera un caballo. Inesperadamente el hombre sintió que las riendas parecían aflojarse, luego se tornaron rígidas. Entonces el caballo cayó sobre el pavimento. El cartonero descendió con su hijo detrás de él y se acercaron a aquel despojo que parecía un viejo traje deformado. Todavía con los profundos ojos negros muy abiertos, la bestia se conmovió en algunas convulsiones casi imperceptibles y luego quedó rígida, como si el frío la hubiera sorprendido de improviso para congelarlo súbitamente. El hombre le palmeó el pescuezo y después se sentó en el cordón de la vereda cubriéndose la cara con las manos. Su hijo se le acercó trayendo la pregunta inevitable.
-Viejo, ¿qué le pasó a Ringo?
El cartonero apartó las manos y dejó ver el rostro que desde hacía tres o cuatro días no afeitaba, pero también, las lágrimas que se desprendían de sus ojos como una continuación o un resabio de la lluvia reciente.
-Ringo está muerto Cacho. Y se murió nomás, sin saber que era nuestro motor.
-¿Nuestro motor? - Insistió el chico sin comprender. Su padre siguió hablando como si no hubiera escuchado el requerimiento de su hijo, y fuera él quién necesitaba explicaciones.
-Bueno, yo tampoco lo sabía, o hacía como que no lo sabía. Ahora es tarde para arrepentirse.
Después de su última palabra volvió a cubrirse la cara, como para llorar a solas o para evitarse la imagen desesperada de su caballo muerto, que como había sucedido durante toda su vida, no era nadie.
A dos pasos quedó el hijo del cartonero alternando la mirada entre su padre y el animal, acaso aguardando inútilmente un milagro.
Ninguna persona se acercó. Los transeúntes siguieron por las veredas transitando indiferentes rumbo a sus propias vidas. Y por la calzada, los autos que parecían siniestros carruajes oscuros, continuaron presurosos llevando a sus invisibles pasajeros sin detenerse. Unos hacia alguna cita, otros hacia sus casas, pero la mayoría, camino a ninguna parte.

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