Yo no sé si continúa siendo cierto aquello de “pinta tu aldea y pintarás el mundo”, porque el tiempo nos ha venido cargando de escepticismo. Además, embriagados por la violencia de la realidad, parecería que se necesitara aun más violencia, para que las obras de ficción nos conmuevan. Por eso me pregunto si una historia tan lineal y sencilla como esta, puede resultar de interés para alguien. Para comprobarlo, vale la pena correr el riesgo.
Me tranquiliza pensar que en casi todas las familias, hay anécdotas y relatos de abuelos o de tías o de aldeas, o de amigos de abuelos o de tíos o de vecinos de aldeas cercanas. Esta es una de las nuestras. Es verdad que los años magnifican o empequeñecen los recuerdos -depende de cada uno- por lo que es posible, y a veces hasta lógico, desconfiar de la veracidad de lo que nos cuentan, si se trata de algo acaecido en el pasado lejano. No porque en el narrador exista el propósito de engañarnos, sino porque también para él -como dije antes- el tiempo puede magnificar los recuerdos, y convertir en mito un hecho improbable. Algo así me ocurrió con la historia de Bartxola, pero con el correr de los años, terminé recibiendo la lección que mi incredulidad merecía. No voy a incorporar a este cuento ningún artificio nacido de la fantasía, de modo que para bien o para mal, esto fue lo que le pasó a Bartxola, o si lo prefiere amigo lector, Barchola, ya que lo venía escribiendo en euskera. Creo que allá por 1939 mi padre me refirió por primera vez el acontecimiento, un acontecimiento que me repetiría con la misma puntillosa precisión hasta poco antes de morir.
El buen Barchola vivía en Deva (1), un colorido pueblecito marítimo distante poco más de treinta kilómetros de la ciudad de San Sebastián. Nuestro hombre era peluquero de profesión y músico por afición, ya que tocaba el bombardillo en la Banda Municipal del pueblo. A la vez, tenía una peculiaridad: su tremenda glotonería. Por lo tanto, los días de celebraciones populares, eran esperados por nuestro héroe con una ansiedad más que explicable. (Como se ve, los vascos no sólo no escapan al principio universal de “celebrar comiendo”, sino que lo llevan a sus extremos más excelsos.) En cierta ocasión, se festejaba el día del santo patrono del pueblo, y como correspondía en esos casos, los vecinos enviaban vituallas para el gran banquete. Aunque las familias más acomodadas cargaban con el gasto mayor, cada uno a su manera trataba de aportar algo. Así llegaban a las grandes mesas colocadas en la plaza seca, jamones, morcillas y chorizos producidos en los caseríos vecinos; y pulpos y sardinas, junto a otras delicias del mar Cantábrico. Como era de esperarse, sin demasiada prudencia Barchola acometió contra el alimento, recordando rociarlo con más que generosos tragos de vino y de sidra. Ya pasado largamente el mediodía, la fiesta se prolongaba, mientras nuestro músico-peluquero lindando los bordes del hartazgo, comenzaba a desfallecer. Entonces sucedió algo de lo que el pobre no estaba advertido: anunciaron que se iba a servir el cocido, su plato favorito. De inmediato comenzaron a llegar los enormes y humeantes pucheros cargados de aquella maravilla inesperada. Y conociendo la predilección de Barchola por lo que consideraba un verdadero manjar, amigos y vecinos lo incitaron, alentándolo para que acercara su plato. Pero el devatarra había comido tanto, que ya no tenía capacidad para seguir haciéndolo.
Entonces, ante situación tan frustrante, sólo tuvo fuerzas para una cosa: ponerse a llorar. Y lloró y lloró hasta que entrada la noche, terminó la fiesta. Esta es la historia ingenua, contada casi con las mismas palabras con que yo la conocí. Ya siendo hombre, comencé a preguntarme si realmente todo eso había ocurrido, si mi padre trató de gastarme una broma inocente, y por último, si Barchola, había existido. En esta duda final estaba la clave de todo.
Lo relatado, supuestamente ocurrió recién comenzado el siglo, es decir, más de treinta años antes de mi nacimiento. En 1986, visité por primera vez el País Vasco donde inevitablemente mi sangre me llevó a Deva, paseo que acometía como si se tratara del ritual requerido para visitar un lugar sagrado. Acompañado por mi mujer recorrí el pueblo minuciosamente, deteniéndome en cada negocio, en cada ventana, en cada piedra; visitamos el ayuntamiento y la hermosa iglesia. Luego, culminamos el paseo almorzando en el amplio comedor del Hotel Miramar desde cuyos ventanales se dispone de una soberbia vista de la playa y el mar. Las delicias que nos sirvieron, especialmente el jamón y la merluza frita, me trajeron el recuerdo de Barchola y evoqué con mi mujer la anécdota que ella por supuesto conocía. Finalizada la comida, profundicé la conversación con la dueña del hotel. Era una mujer de aproximadamente cincuenta años, tenía un porte sereno y hablaba agradablemente. Me pareció que no encontraría a nadie más indicado para comprobar la historia y se la referí a la buena señora. Ella me escuchó atentamente y cuando finalicé, me comentó:
-No puedo dar fe sobre lo que Ud. me ha contado, pero sí decirle que en el pueblo tenemos un Barchola, que es peluquero y músico de la banda, donde toca el bombardillo, por lo que veo, igual que su abuelo.
La revelación me produjo una emoción tan grande que estuve a punto de ponerme a llorar y hasta hubiera abrazado a aquella señora, seguro de que iba a comprenderme. Ahora me arrepiento de no haberlo hecho. Puede pensarse que la mía fue una reacción exagerada, pero qué es la vida si no la suma de estas pequeñas piedrecitas que se van encontrando, a veces, por casualidad. En aquel momento, sentí que las aguas del tiempo se habían unido, y que yo, había movilizado las corrientes para que eso sucediera.
(1) Pueblo ubicado en la Provincia de Guipúzcoa aproximadamente a 37 kms. de San Sebastián. De él se dan mayores referencias en mi cuento Un viaje a Deva.
lunes, agosto 21, 2006
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